Pero antes de empezar a comer… hay que bendecir la mesa. La madre de los pequeños detiene con delicadeza el movimiento de servir, y mirando con dulzura al menor, le pide que rece. Así aprenderá a hacerlo solo, cuando sea mayor.
El delicioso olor de la humeante sopa va envolviendo con sus vapores la sobria estancia. Mientras tanto, las cucharas permanecen quietas y repentinamente abandonadas sobre la mesa. El tiempo parece haberse parado por unos instantes.
Con las manos puestas, en señal de oración y pidiendo confirmación con la mirada de que lo está haciendo bien, el pequeño recita despacio la bendición. Su entrecortada vocecilla se afirma en el silencio. Su hermana mayor, también con las manos puestas y la cabeza un poco inclinada, asiste con recogimiento.
No hay nada tan normal y rutinario como la comida de todos los días. Pero Chardin ha querido captarla en un momento muy especial: cuando la gracia divina posa sobre esta familia por medio de la oración.
La discreta unción sobrenatural que se respira en esta obra le aporta un factor de originalidad poco común en las pinturas de su tiempo. Ha reforzado el intimismo de la atmósfera disponiendo las figuras en círculo, entorno de la forma redonda de la mesa, haciendo que sus miradas no salgan del cuadro, enlazadas entre sí, para mostrar la riqueza de una vida ordenada, serena y entregada al deber.
He aquí una pequeña manifestación, espléndida en su simplicidad, de cultura y civilización. La vida en una sociedad verdaderamente cristiana debe estar embebida de espíritu sobrenatural en todas sus manifestaciones, hasta en los más pequeños detalles.
Pormenor digno de atención: el porte de los niños. No están con el torso curvado, ni apoyados en el respaldo de la silla. Los vemos distendidos, sí, tranquilos, pero erguidos, con naturalidad, casi como si se tratara de una ceremoniosa cena de familia. Sin embargo, la realidad es que están en la más estricta intimidad de un día normal. Una buena educación no confunde intimidad con dejadez ni falta de compostura. Y eso lo van aprendiendo desde pequeños con la autoridad y estrema afabilidad que se aprecia en su madre.
Éste es, precisamente, otro de los aspectos más luminosos del cuadro: la solemnidad de una esmerada educación en la bonhomía de la intimidad familiar.
V I D A
Hijo de un ebanista, Jean-Baptiste Chardin (1699-1779) es el pintor de la burguesía francesa. Se sabe que pintaba muy despacio, corrigiendo continuamente lo realizado, quizá por eso se inclinase por las naturalezas muertas y los retratos. Al ser presentado en 1740 a Luís XV de Francia en Versalles, Chardin le ofreció dos cuadros, uno de ellos éste de “La Bendición”, del cuál haría otras versiones. Fue nombrado tesorero de la Academia en 1755 y dos años más tarde Luís XV le concedió una vivienda oficial en las galerías del Louvre. A partir de 1771 se entregó a la técnica del pastel, imponiéndose como retratista.