Vestida de blanco, símbolo de la pureza que hay en su corazón, y con una graciosa corona de rosas en la cabeza, que sujeta el tul que le cubre hasta los pies, esta niña de primera comunión presenta una hermosa hogaza de pan al sacerdote.
Como si fuera un altar, sobre el pan se afirman, en un pequeño candelabro de bronce, dos altos cirios encendidos. Hisopo en mano, el sacerdote bendice esta ofrenda que será distribuida a los presentes al final de la Misa en señal de mutuo afecto y amistad.
Aún se conserva en ciertos lugares de Francia esta binita tradición de distribuir el pan bendito, ofrecido cada domingo por una familia diferente, que según su posición social podía ser un brioche o simplemente una hogaza de pan.
El pan bendito, al igual que la señal de la cruz, el agua bendita, o el toque de las campanas, por ejemplo, es un sacramental. Los sacramentales no confieren la gracia del Espíritu Santo a la manera de los sacramentos, pero preparan para recibirla y disponen a cooperar con ella.
El sacerdote procede con solemnidad, consciente de su misión como ministro de Dios. Le asisten dos compenetrados monaguillos, que visten una translúcida alba ceñida por un cíngulo en la cintura sobre la túnica roja. En el presbiterio, mirando hacia el altar, frente al gran libro de cánticos que apoya en el atril, un diácono no sentado y el sacristán a su lado, de pie, ostentando ambos ricas capas pluviales, entonan las sagradas partituras. Graciosamente, un niño del coro nos mira con cierta picardía.
Bella estampa de un pueblo temeroso de Dios que le rinde honores con piedad.
Al fondo, en la capilla lateral, acompañadas por la religiosa que les enseña el catecismo, un nutrido grupo de niñas, a pesar de su corta edad, misal en mano, siguen todo con atención. Sobre ellas, en la pared, una imagen de la Milagrosa, Nuestra Señora de las Gracias, las mira con bondad y extiende sus brazos abiertos, dispuesta de concederles cuantas gracias le pidan.