En su Historia de Bretaña, escrita a finales del siglo XVI, el canónigo francés Jean Moreau registra la leyenda de la catedral sumergida en la bahía de Douarnenez: “Aún hoy en día –dice– hay personas antiguas que, mientras pescaban, afirman haber visto a menudo, en las mareas bajas, viejas ruinas de murallas, una gran obra de la que nunca se había oído hablar”. Y, lo que es más fantástico aún, en días de mar calma, sonido de campanas volteadas por la ondulación de las aguas… ¡o por los ángeles!
Esta hermosa leyenda me hace pensar que en nuestro interior existe también una “catedral
sumergida” que toca sus campanas en ciertos momentos… y trae el recuerdo de nuestra inocencia. Teóricamente, todos podríamos conservar la inocencia hasta el final de la vida. ¡Es posible! Muchos santos y santas la conservaron. Pero la debilidad humana es grande.
La batalla para conservarla se complica cuando comienzan los trastornos causados por el orgullo y por la sensualidad en el tránsito a la vida adulta. Comienzan entonces las dificultades, los dramas, las luchas… ¡las caídas!
“La vida del hombre sobre la tierra es una lucha” (Job 7, 1) y cuanto más avanzan los años, tanto más aguda se torna. Hay que hacer un gran esfuerzo para no volverse escéptico, pragmático, materialista, sensual o simplemente perder la fe.
Una existencia banal, sin Dios, será suficiente para sepultar en un mar de infidelidades, de omisiones y flaquezas la perspectiva maravillosa de la vida eterna, que afirmamos en el Credo.
Sin embargo, casi todas las personas conservan un resto de fidelidad a la virtud, de religiosidad, de honestidad, de vergüenza. Y, en cierto momento, esos resquicios podrán ser reactivados con el eco de las campanas de esa “catedral sumergida” que duerme en su interior.
Es un tañer dulce, sereno y profundo, como la voz de Cristo: “…voz misteriosa de la gracia que resonáis en el silencio de los corazones, Vos murmuráis en el fondo de nuestras conciencias palabras de dulzura y de paz. A nuestras miserias presentes repetís el consejo
que el Maestro daba frecuentemente durante su vida mortal: ¡Confianza, confianza!”