Como todas las grandes capitales, dentro de París conviven, al menos, dos ciudades que tienen poco en común. Entre los dos millones doscientos mil habitantes que residen en el centro y los ocho que habitan en sus arrabales apenas existe contacto.
En el centro histórico se encuentra el distrito XVIII. A la orilla derecha del Sena. A los pies de la colina sobre la que se yergue la iglesia del Sacré Coeur, comienza a hervir el boulevard Barbés. Hombres y mujeres, de diferentes etnias y colores, se afanan alrededor de tenderetes que han colocado ante las puertas de las viejas casas. Están preparándose para abrir su mercado. En sus templetes se podrán encontrar muchas baratijas y quizás algún tesoro de la lejana África.
Los núcleos importantes de inmigrantes se encuentran en las afueras de París, en las “banlieues”. En sus despersonalizadas calles, moran muchas de las víctimas de la crisis. Fracaso escolar, rap, pobreza, mafia y drogas, son palabras que se escuchan en voz baja mientras se atraviesa el barrio. Nadie habla cuando te acercas. Como si fueras un habitante de otros mundos las mujeres te observan con descaro.
Mezclado con el odio, el frío acerado del viento del norte, se cuela entre los bloques de casas. Muchos, se saben condenados a la expulsión, otros acabarán en las cárceles, víctimas de sus propios errores. Los más, vapuleados por el destino, sin formación ni empleo, entre el alcohol y las drogas, se dejarán morir en una esquina. Hijos de inmigrantes, nacieron en Francia, pero nadie se enteró de ello.
Hombres y mujeres silenciosos intentan devolver la dignidad humana a las personas que la perdieron hace tiempo. Los voluntarios de la Asistencia Social, que viven en el barrio, luchan por cambiar el mundo, su mundo. Saben que morirán en el intento pero, a pesar de todo, creen que merece la pena intentarlo.
Son las nueve y media de la mañana del día 7 de enero de 2015. La gente se mueve de un lado para otro por las anchas calles. Hace frío y llueve. Un día de invierno. Dos hombres vestidos de negro entran en un coche. Parece que tienen prisa. Van al centro. Media hora más tarde, dos encapuchados vestidos de negro entran en el edificio en el que se encuentra la redacción de un periódico satírico de izquierdas: Charlie Hebdo. Bajo sus ropas esconden sendos Kalashnikov. Empujan al vigilante y abren violentamente la sala de reuniones donde se encuentran varias personas reunidas. Alguien dirá, horas más tarde, que les escuchó gritar palabras ininteligibles. Algo referido al profeta Mahoma.
La revista, Charlie Hebdo, había publicado unas caricaturas de Mahoma que muchos musulmanes consideraron blasfemas, la contestación radical fue el atentado contra sus editores.
Alguien, erigido en dios, había decidido castigar con la muerte la audacia de unos caricaturistas. La respuesta solidaria fue inmediata, pero algunas de las consecuencias no se lograron evitar. La frase de Borges recobró actualidad y se esgrimió por doquier: “Amar al enemigo no es tarea de hombres sino de ángeles”.
Nadie está legitimado para segar la vida de un semejante. Nadie puede erigirse en juez y verdugo, cortando de raíz la “libertad de expresión”. Pero, también es cierto que la libertad de expresión debe autocensurarse cuando se ataca, de forma procaz, una figura fundamental para los fieles de una religión y Mahoma lo es para el Islam.
Se argumentará que, los Estados modernos son laicos y que, en ellos, la religión es un sentimiento, una creencia personal, que forma parte de la vivencia interior de cada ser humano. Aunque, habrá que recordar que ese ser humano es sujeto de derechos que todos tenemos la obligación ética de respetar.
A pesar de que una mayoría aplastante de los islamistas ha condenado los asesinatos, separando la religión de la violencia, la crisis de valores que se enseñorea de Europa ha promovido un sentimiento islamofóbico muy peligroso para la convivencia. Mientras tanto, la noche cae sobre París. En la banlieue, el viento del norte corta como un cuchillo los rostros de los caminantes que se retiran a sus casas. Llueve con una lluvia fina y dura. El mercadillo de la calle Barbés, duerme. Ajenos al ruido exterior, en una pequeña habitación cedida por el Ayuntamiento, algunos voluntarios siguen luchando por construir un mundo mejor, en el que, cuando menos, nos respetemos los unos a los otros.