Había llorado
mucho, pero se hizo cargo del negocio, con esfuerzo. Contrató a una muy buena amiga suya, Sara, como “casi socia”, y siguieron ahí los demás empleados y empleadas que ya estaban antes. Con esfuerzo, lo llevaron todo adelante y con la suerte de que tenían muy buena gente como huéspedes fijos, y si llegaba algún cliente pasajero, respetaba el ambiente de formalidad y moralidad de la Casa.
Emilia no paraba de trabajar, pero aquellos momentos por la mañana en la Cafetería le servían de “relax”, de relajación, y más si coincidía con Marcelo.
Marcelo vivía solo con su madre, viejecita y algo enferma, a la que hacía toda la compañía que podía, y cuando tenía que dejarla sola, temía mucho por ella.
–Marcelo, me gusta lo buen hijo que eres– decía aquella mañana sinceramente Emilia.
–¡Como no, mujer! Mi madre ha sido siempre una mujer buena, cariñosa, respetable en todo… pobrecita ahora tiene muy malos momentos… Claro que dos veces a la semana viene una asistente doméstica. Pero eso es poco. Y yo no me resigno a llevarla a una Residencia. Quedaríamos alejados… ella se añoraría…
–Tienes razón. A veces pienso una cosa. No sé si coincidimos, verás: pienso que haber tenido unos buenos padres en una niñez más o menos feliz… es una gran cosa. Esos recuerdos tiernos de familia nos ayudan luego hasta en los peores momentos.
–Dices bien. Yo recuerdo con ternura mi casa en mi niñez. Su ambiente de amor entre esposo y esposa y hacia los hijos. Como la sonrisa de mi madre, y su voz deliciosa, y sus expresiones, lo llenaban todo de dulzura… La parte maternal, solícita, exquisita… la paternal, de un padre generoso, protector y respetable… Cuando salíamos de paseo… Los hijos que han tenido unos buenos padres… no sabemos
el tesoro que llevamos en el alma. –Sí, lo sabemos, y nos sirve. Yo recuerdo mucho… si un día me casase, o tenía que ser todo así, un matrimonio verdadero, o eso, o no casarme.
–Pues ya tendríamos que pensar ambos en tomar estado… pero yo ahora me debo a mi madre… Aquel día se separaron pensando en sus respectivas épocas de niñez, en sus madres, sus padres, en el tesoro de haber gozado de una crianza “así”.
Una solución para Marcelo
–Marcelo, he estado pensando que tú, como me dijiste un día, podrías trabajar más horas y ganar más, si no tuvieras que hacer toda la compañía posible a tu madre, doña Delfina.
–Así es.
–Y que no quieres llevarla a Residencia.
–Eso mismo.
–Y he pensado que yo tengo la solución. Por tratarse de vosotros. Verás: en la pensión tengo un pequeño cuarto individual que no alquilo. Tiene su cama, su armarito, su mesilla de noche y una ventana. La arreglaría para Doña Delfina, no para que se quede a dormir,
si no por si quería descansar determinados ratos. Estaría en casa, con nosotras, donde la trataríamos bien, y cada noche al llegar tú, y ya que vives en el piso de abajo, la recogerías.
Sería muy bueno para vosotros.
Quedó Marcelo pensativo. Suponía que su madre, en lugar de estar horas y horas sola, estaría más distraída en la pensión.
Él la recogería de noche. Podría trabajar más…
–¿Y si enferma?
–Llamaríamos a urgencias y te llamaríamos a ti.
–Claro.
Marcelo consideró que esa sería una buena solución. “Mejor que sola en casa” – se dijo.
Hablaron de precios. Emilia le haría un precio especial, muy económico, ya que con eso bastaba para tener a la viejecita.
Él, Marcelo, sabía que la trataría bien. ¡Y estaba tan agradecido a la bondad y buena intención de Emilia!
El deseo de ayudar condujo a la felicidad
Así iba todo transcurriendo. Delfina hasta estaba mejor de ánimos. Por la noche la recogía su hijo. No estaban separados ni lejos… Marcelo y Emilia fueron estrechando su amistad, creando lazos de cariño y afinidad, poco a poco, pero sin pausa. Y llegaron a representar algo muy importante el uno para el otro.
No tenían mucho tiempo que perder. Nuevas emociones y misiones en la vida les abrían sus puertas y llenaban sus corazones de sanos deseos.
Finalmente decidieron unir sus vidas, casarse por la Iglesia y ser para siempre un verdadero matrimonio, “ESPOSO Y ESPOSA”… Todavía estaban a tiempo de tener hijos, y si no pudiera ser, sus corazones tenían la suficiente capacidad de amor para ser padres adoptivos y formar esa verdadera familia que ya en su niñez les había marcado con los mejores ideales y los más emocionantes sueños…
La bendición de Dios les acompañaría.
Beatriz de Olay