Unos brillantes rayos de luz primaveral atraviesan los vidrios emplomados de ese severo ventanal e iluminan a la novia, que acapara toda nuestra atención.
Apoya delicadamente sus finas manos sobre el solemne libro del registro, y con pulso firme dirige los trazos de la pluma con la que firma su eterno compromiso. La serenidad de su semblante revela la plena conciencia del trascendental paso que está dando. A su lado, el joven esposo la observa con satisfacción, mientras que los cansados ojos del viejo registrador certifican que todo está haciéndose convenientemente.
Detrás, en un segundo plano, la dama de honor le sostiene el alegr ramillete de flores y los padrinos comentan discretamente pequeñas curiosidades del momento.
El vestido blanco de la novia, con sus drapeados volantes de encaje, la transparencia del velo que parte de ese tocado de azahares, hablan de la pureza y dignidad de estos jóvenes esposos que recíprocamente se entregan, llenos de felicidad, para formar una familia.
La unión entre un hombre y una mujer, elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre los bautizados (“lo que Dios ha unido no lo separe el hombre” Mt. 19,6), es una realidad que tiene sus raíces en la propia naturaleza humana y debe estar ordenada al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole. Por eso, como enseña Pío XI en su inmortal encíclica sobre el matrimonio, “Casti connubii”, la salud del Estado y la prosperidad de la sociedad, no estarán seguras donde no lo esté su fundamento, es decir, el recto orden moral del matrimonio y la familia.
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Este magnífico cuadro decoraba el Salón de bodas de la alcaldía de Bristol. Pues bien, recientemente fue retirado paro no “ofender” a los adeptos de prácticas contra la naturaleza. Esta es la degradación y la locura en la que nuestro mundo se va hundiendo ante nuestros ojos, paro a paso, día tras día.
Así pues, vale la pena recordarlo una y mil veces más: el papel de la familia en la recristianización de la sociedad es primordial e irreemplazable.
V I D A
El pintor inglés, Edmund Blair Leighton (1852-1922), era hijo del artista Charles Blair Leighton. Cuando tenía tres años murió su padre. Se educó en un internado y a los 16 se puso a trabajar en un negocio de té para pagarse las clases nocturnas en la escuela de arte de Kensington, consiguiendo ingresar algunos años después en la Real Academia de Arte.
A los 33 años se casó y tuvo dos hijos. Para ganar algo de dinero extra, al principio de su carrera realizó ilustraciones para el famoso editor Cassell & Co. y para algunas revistas, como Harpers Bazaar.
Era un artista meticuloso que elaboró trabajos con acabados altamente decorativos. Al parecer, Edmund Leighton no dejó diarios y, aunque exhibió en la Royal Academy durante más de cuarenta años, nunca fue ni académico ni asociado. Se interesó de forma especial en las escenas de tema histórico, especialmente en la época de la regencia y medieval. Su pintura es típicamente victoriana.