Antes de que el grupo de los que tenían que ser ordenados se dirigiese a la Catedral de la ciudad para recibir las Órdenes Sagradas por parte del Obispo Alberto solía dirigir un sermón a los candidatos. En aquella ocasión nadie había recibido la orden antes y por lo tanto ninguno de los sacerdotes dominicos o menores presentes se había preparado. Cuando llegó el momento de hablar delante del público, todos rehusaron improvisar. Sólo el superior de Monte Paolo conocía bien las dotes de San Antonio...
El interpelado intentó esquivarlo. Pero ante la insistencia de su superior aceptó y tomó serenamente la palabra. A medida que el discurso se envolvía en sonante latín, las expresiones se hacían más calurosas y persuasivas, originales y emocionantes.
Él revelaba, aunque fuera contra su voluntad, la profunda cultura bíblica y la comprometiente espiritualidad. Conmoción, regocijo, y sobre todo admiración de los que lo escuchaban. Después tuvieron lugar las sagradas ordenaciones y se desarrollaron según el programa los trabajos de la audiencia capitular. Pero a esas alturas todos prestaban atención al fraile portugués, que de forma impensable se había convertido en el centro de atención de su hermandad. Sólo, subió a Monte Paolo para decir adiós a la gruta, para volver a abrazar a sus hermanos, encomendándose a su oración.