Cuenta el libro de Esdras que en el primer año de su reinado, Ciro decidió liberar a parte de los cautivos judíos, para que construyeran un gran templo a su Dios, al cual, él respetaba.
Las tribus de Judá y Benjamín aceptaron la encomienda y se pusieron en camino. Al volver de la diáspora y tras realizar los holocaustos debidos al Señor, comenzaron a construir su santuario, el templo que habría de permitir el regreso de su Pueblo. Unidos, como un solo hombre, dedicaron su esfuerzo a la labor y pusieron los cimientos de un edificio que sirviera de homenaje a Dios y de unión a su pueblo. Al ver cómo el templo crecía, los vecinos de Judá y Benjamín, iniciaron una campaña contra la edificación mostrando su envidia en forma de hostilidad. Acudieron al rey Darío, para que éste detuviera la obra; el templo enorgullecería a los judíos y éstos se volverían ingobernables, decían. Darío cedió y detuvo la construcción. Entonces, los judíos acudieron al rey y le recordaron que el gran Ciro, su antecesor, había encargado a los judíos que construyeran, en aquel lugar, un templo en homenaje a su Dios, a quien él profesaba gran respeto. El rey recordó el encargo de su antepasado y el Templo se construyó.
Regreso de las tribus cautivas
Esdras, sacerdote de los judíos, fue enviado a hablar con Artajerjes, ahora rey de los persas y le recordó que habiendo ellos, los judíos de las tribus de Judá y Benjamín, cumplido el encargo que les había hecho su antecesor, hora era que, Babilonia, permitiera el regreso del resto de las tribus cautivas. Artajerjes cumplió la promesa de su antepasado; los cautivos regresaron a la patria que les había visto partir. El Pueblo se reunió ante el nuevo edificio. No más imposiciones, habían regresado a su tierra, a su lugar de origen. Tras su largo periplo, los miembros de las tribus, podían gozar del sol de su tierra y reunirse ante su Templo a adorar a su Dios. A partir de ese momento, el Santuario se convirtió en elemento identificativo de la nación judía, porque el lugar servía para unir a Dios con su Pueblo.
Aquellos tiempos heroicos parecen haberse reducido a recuerdos del pasado. El tiempo de las grandes hazañas se ha convertido en un vago sueño, que se pierde entre las sombras de lo que fue y dejó de ser, de lo que desapareció para siempre. Nuestro actual entorno es gris, triste, hasta podría decirse que vulgar. La mediocridad, tras haber matado a la poesía, parece instalada definitivamente a la cabeza de nuestra Sociedad. Rodeados de personas enojadas, que persiguen objetivos imposibles, hacemos esfuerzos por sobrevivir. Las personas en quienes confiamos la gestión de la “cosa” pública nos tratan con desprecio, porque no comprendemos sus argumentos, que nos prometen alcanzar metas, que no nos producen satisfacción. Estamos rodeados de atrabiliarios discípulos de la vulgaridad convertidos en prospectores de un futuro nebuloso, que se nos presenta como la única alternativa válida. Nos ofrecen modos de vida, que nos parecen vacíos.
Comportamientos estériles y materialistas
A nuestro alrededor, los nuevos profetas nos llaman locos, porque no compartimos sus ideales, mientras se dedican a hablarnos de la necesidad de adoptar pautas de comportamiento tan estériles como materialistas. Es preciso recordar que, tras la máscara de superioridad de un cínico, siempre existe alguien que pretende matar el futuro.
Pero cada tiempo tiene sus especificidades; propongo que en esta nueva era nos dediquemos a poner en valor los pequeños gestos, los gestos insignificantes, las cosas que nacen y desaparecen en un instante, lo que no sobrevive al momento, porque está construido con la materia de los sueños.
La donosura también puede hallarse escondida en las cosas sin aparente valor. Una flor, una mirada, un saludo, una sonrisa, un gesto amable, una palabra cariñosa, una frase que nos reconforte, un recuerdo amable, una puesta de sol o el sonido de las olas del mar al estrellarse contra las rocas. A mí, personalmente, me hubiera gustado que el niño no hubiera arrancado la flor, que el tenue equilibrio de una de las últimas tardes del otoño hubiera permanecido incólume, recordando, a quienes pasábamos ante el pequeño parterre, que el otoño aún tenía un soplo de vida.
Que las grandes obras hacen que los hombres pasen a la Historia, que permanezcan en nuestra memoria. Pero las pequeñas cosas, las insignificantes, nos permiten gozar de la felicidad, de la belleza y de la armonía, porque, sin esperanza resulta muy difícil vivir.