Julia era la hormiguita que había sido transformada en colibrí por el Niño Jesús y que, tras despedirse de Él y de María Santísima, salió volando llena de gratitud hacia la alta montaña con la que siempre había soñado.
Después de largos días de viaje, enfrentando lluvias caudalosas, sol ardiente y vientos impetuosos, consiguió finalmente realizar su anhelo. Muchas fueron las dificultades del camino, pero nunca le faltó la certeza de que aquel día tan esperado llegaría, Y cuando, desde allí arriba, pudo contemplar el panorama… ¡oh qué maravilla! ¡Era mucho más bonito de lo que había osado soñar!
Se engañaría, no obstante, el que creyera que la vida de Julia ahora sería más fácil, sin los sufrimientos del hormiguero… ¡No! Incluso dotada de hermosas alas y revestida de lindo plumaje, la lucha continuaba y los obstáculos que debía superar se volvieron más grandes.
Un grave problema
A pesar de haber conseguido alcanzar su objetivo, Julia se encontró con un grave problema: al ser ahora un picaflor, se hallaba sin reserva de alimento ni abrigo donde cobijarse para pasar el invierno, que no tardaría en llegar. Ya no podía hacer pequeños túneles en la tierra en busca de algún agujerito acogedor, pues bastaría un golpe con la punta de su elegante pico para provocar en las galerías del antiguo hormiguero una gran destrucción. ¿Qué iba a hacer para mantenerse?
Era necesario que siguiera confiando. Julia sabía que no era posible haber soportado y esperado tanto en vano. No imaginaba cómo, pero estaba segura de que todo se resolvería. Batiendo sus alitas, volaba a la búsqueda de una solución.
El tiempo pasaba sin que le viniera ninguna idea. ¿Cómo construiría un nido en donde casi sólo veía rocas lisas? ¿Acaso valdría la pena intentar sobrevivir allí? Era una audacia a la que ninguna hormiga se arriesgaba…
-¡Ya nos soy una hormiga! –se decía para sí, mientras volaba preocupada. Soy un colibrí y esta nueva condición me obliga a querer algo más noble que la compañía de los armadillos y las lombrices.
Su vida se acabaría
Decidió posarse en una ramita seca para recobrar el aliento, cuando una tempestad empezó a armarse y dirigirse hacia donde estaba… Tomada de susto, pensó que su vida se agotaría en breve. Sí, aquel sería el aguacero más fuerte y duro que jamás había enfrentado y, probablemente, el último. En ese momento, en su interior una voz siniestra parecía repetirle:
-Julia, ¡quieta! ¡Sólo eres una hormiga!...
Este pensamiento le produjo una completa falta de energía. A pesar de ello, rechazó ese mal recuerdo e intentó huir de la tormenta, volando como podía. Iba perdiendo altura, por el ímpetu del viento, y sus alitas se movían con dificultad a causa del frío. Veía que llegaba el fin de su corta existencia como picaflor. Pero en un rápido abrir y cerrar de ojos se dijo:
-A fin de cuentas, si voy a morir aquí, muero feliz y segura de haber llegado donde debía.
Fue entonces cuando percibió que estaba siendo levantada…
Sintió el calor de las manos de un chiquillo que conocía muy bien: era el Niño Jesús. El dueño de la mirada más serena, de la sonrisa más bondadosa y de la mano más firme y, al mismo tiempo, suave que podían existir.
Julia quedó tan consolada al verse de nuevo en sus manitas, que ya no le importaba nada. Estaba con su Señor, el propio Dios; muriendo o no, allí era donde quería permanecer y eso la dejaba plenamente satisfecha.
Transcurridos unos minutos de auténtico Cielo, en un silencio en que el Niño Jesús la miraba con compasión y ella lo admiraba llena de encanto, he aquí que nuevamente Él le hizo conocer su soplo restaurador.
Sorprendida se preguntó
-Ah, ¿entonces aún no es este mi final? –se preguntaba Julia, sorprendida.
Animada por tan magnífico aliento, se puso a batir sus alas tornasoladas y levantó vuelo con nuevo vigor, dispuesta a enfrentar lo que fuera necesario para vivir como un digno colibrí.
Continuando su viaje, Julia comenzó a sentir que el viento se volvía menos helado y un agradabilísimo perfume la atraía hacia un lugar no muy distante. Era una de las laderas de la montaña que, vista de lejos, se parecía más a una blanda alfombra colorida. Aproximándose, llena de curiosidad, vio que allí desabotonaban flores de los más variados colores: amarillas, rosas, blancas, rojas; y rebosantes de delicioso néctar.
Miró hacia lo alto, donde estaban el Niño Jesús y su Madre, y con alegría se fijó que la animaban a que se posara allí. A esa señal batió las alas con más velocidad y aterrizó en aquel terrón que, sin duda, sería considerado por cualquier picaflor como un pedazo del Paraíso.
-¡Increíble! –exclamó. ¡Después de tan terrible temporal, una maravilla como esta! Aquí lo tengo todo para cumplir mi finalidad como colibrí: flores en abundancia y gran cantidad de suaves fibras y musgo para construirme un nido. Todo esto sólo puede ser obra divina.
Y su felicidad se volvió completa cuando, en medio a los quehaceres para la confección de su nuevo hogar, descubrió, a escasos metros de allí, varios nidos más, algunos de ellos repletos de huevos. Y con un melodioso trinado dijo:
Volaremos hacia las más altas cumbres
-Oh, Dios mío ¡hasta esto! Aquí tendré compañeros que, al contrario de las hormigas, querrán volar conmigo hacia las más altas cumbres. Realmente no me falta nada más.
Ahora estaba convencida de que Dios nunca llama para algo grande sin dar las fuerzas para cumplirlo, y jamás desampara a los que son flacos, pero saben abandonarse confiados en sus manos.
Cuando menos lo esperamos, Él se hace presente en nuestra vida de una forma toda especial, confortándonos e infundiéndonos la certeza de que siempre está a nuestro lado en las luchas de cada día: tanto en los momentos en que nos sentimos envueltos por la “oscuridad del hormiguero”, como en las horas en que el frío y el viento impetuoso amenazan derribarnos, o incluso cuando la tempestad de las pruebas nos lleva a creer que somos hormigas y no colibrís.