En 1967, Restituto Sierra Bravo publicó una obra en la que deseaba demostrar que la Doctrina Social de la Iglesia hundía sus raíces más profundas en la Sagrada Escritura y en la exposición de la misma por los “Padres de la Iglesia”, aquellos autores que iluminaron la vida cristiana en sus primeros siglos y cuyos resplandores llegan hasta nuestros días, dado su valor realmente supratemporal. A pesar de las críticas que recibió y a las que respondería más adelante, se trata de un trabajo meritorio, que mereció su reedición en 1989 y que además le llevaría a comprobar la veracidad de lo esencial de su tesis en un estudio en el que se ocuparía de El pensamiento social y económico de la Escolástica, aparecido en 1975. Con él quedaba clara la continuidad de la preocupación por las cuestiones sociales entre los autores eclesiásticos hasta el nacimiento del denominado “catolicismo social” y la elaboración de una Doctrina Social oficial de la Iglesia. Ya el jesuita P. Bigo había señalado que el espíritu y la esencia de la Doctrina Social de la Iglesia se encontraba en la Escritura y en la Tradición y que se había ido explicitando a lo largo de los siglos.
Los Padres de la Iglesia
Los Padres de la Iglesia acuñaron algunos conceptos fundamentales como “suficiencia”, “superfluo”, “uso común” o “comunicación”, y desarrollaron la idea de otros, si bien sin emplear aún tales términos, como “función social”, “justicia social”… La doctrina social patrística, por lo tanto, es la primera manifestación de la Doctrina Social de la Iglesia. A pesar de la diversidad entre los autores, todos parten del mismo depósito común de la Escritura y la fe apostólica y ofrecen una admirable unidad y concordancia en los puntos fundamentales, que son, en resumen: el valor trascendente del hombre como imagen de Dios, con una dignidad superior a todas las criaturas de la tierra; la naturaleza social del hombre; el sometimiento de las relaciones sociales y económicas a las normas de la justicia y de la caridad; la primacía de la utilidad general o bien común sobre el interés particular; la unidad e igualdad esenciales de todos los hombres, por encima de las condiciones sociales; la diversidad y pluralidad de éstas y, por lo tanto, la desigualdad accidental de los hombres en ellas; la voluntad de Dios de que tales desigualdades, sin duda necesarias por las diversidades naturales y por la libertad humana, se nivelen en el desarrollo de la vida social; la imposición divina de una función social a toda superioridad; y la obligación de hacer participar y poner al servicio de los demás toda preeminencia individual y todo don personal (no sólo en el ámbito material, sino también espiritual, moral y cultural).
Los Padres de la Iglesia trataron con cierta profusión del tema de las riquezas y, si bien lo hicieron más desde el punto de vista moral, sus enseñanzas suponen una concepción de las relaciones económicas. Para ellos, las riquezas y la vida económica debían someterse a las necesidades de la justicia y de la comunicación de los bienes o dones, primando los valores humanos y el señorío del hombre sobre dichas riquezas, para disponer de ellas de acuerdo con su destino común. Habitualmente las consideraban ajenas al hombre y como meros bienes instrumentales, que hay que emplear para una utilidad común. Los Santos Padres se opusieron a las formas antiguas de comunismo, sobre todo por su carácter impositivo y exclusivo, y admitieron la propiedad privada, pero esencialmente limitada y como una administración confiada por Dios para beneficio común.
Fundamentos de una “teología del trabaja”
Asimismo, en sus escritos y homilías nos encontramos con los fundamentos de una “teología del trabajo”, si bien sólo se halla como elemento común entre ellos la insistencia en la obligación de practicar la liberalidad con los ingresos procedentes de él. Se ocuparon de los problemas sociales de su tiempo, tales como la avaricia, el lujo, la miseria, el contraste de ricos y pobres, el atesoramiento y la esclavitud. Con cierta frecuencia, sin atizar jamás el odio social y la lucha de clases, criticaron con dureza las injusticias y la insensibilidad de los poderosos, con el fin de conmoverles para que administrasen en favor de los necesitados sus bienes y diesen pasó a una nueva manera de mirar los bienes materiales. Si es verdad que hablaron mucho de la limosna, su concepción de la caridad y de la justicia no se restringió a una visión meramente “limosnera”, sino que en realidad el término más típico y representativo de la doctrina social patrística es el de “comunicación”, que comprende toda acción social, extendida a cualquier clase de bienes (no sólo materiales) y expresa mejor el sentido de obligatoriedad y de justicia de hacer a otros partícipes de tales bienes. Consiste propiamente en un empleo con sentido social de las riquezas de todo tipo, espirituales o materiales, y por ello obliga tanto a los económicamente ricos como a los pobres. Por lo tanto, la limosna es sólo una forma de la noción más amplia de “comunicación” y su fin último es hacer más justa, en un plano personal concreto, la distribución de la renta y de las riquezas, de un modo urgente y obligatorio.