Parece claro que existen dos tipos de paz: la exterior y la interior. La primera hace referencia a la ausencia de guerras, a la supresión de conflictos, venganzas y odios. A la armonía entre pueblos y comunidades, a la calma social. En cambio, la interior resulta más difusa. O, si se quiere, más difícil de definir. Existen incontables religiones, creencias y filosofías que apuestan sobre un modo concreto para llegar a la paz. Unas la consideran el resultado del fin de los sentimientos; otras, el fruto de liberar la mente de todo deseo; y existen filosofías, a su vez, que la encuadran en el marco del placer o de la simple serenidad. Los cristianos, por nuestra parte, terminamos por radicar la paz en una Persona: Jesucristo.
Al menos inicialmente, nos cuesta aceptar algo así. Que la solución a nuestras ambiciones, frustraciones e inconformidades tengan un nombre propio, y además el del mismísimo Hijo de Dios Padre, se nos puede antojar una idea demasiado etérea, abstracta e incluso inalcanzable. Sobre todo si consideramos que todos los días tenemos la oportunidad de tocar y albergar en nuestro cuerpo -gracias al sacramento de la Eucaristía- a dicha Persona. ¿No es casi paradójico que aquello que nuestro corazón ansía con tantas fuerzas se encuentre en cualquier iglesia de cualquier país?
La paz
¿Equivale la paz a la felicidad? No lo creo. Tal vez la paz sea una consecuencia de la felicidad. Para los católicos, Cristo es la respuesta definitiva a nuestras inquietudes más recónditas, y, cuando lo encontramos, Él nos otorga la dicha máxima y la paz verdadera. Encontrarnos con Jesucristo nos trae, irremediablemente, la paz.
Decía sobre estas líneas que la paz, pese a ser una meta que cuesta obtener, es al mismo tiempo algo sencillo: no puede consistir en la suma de muchas consideraciones, como si se tratara de una enorme y críptica ecuación matemática. Alcanzar la paz equivale a alcanzar un estado de tremendo equilibrio y simplicidad, en mi opinión.
No hay paz sin perdón, así de simple. Desde el pecado original, los seres humanos estamos marcados por las imperfecciones, por los errores, por el mal. Si queremos la paz, hemos de estar dispuestos a dejar que Dios lave nuestras miserias, y a perdonar aquellas que advertimos en el prójimo. Ese prójimo que es, de hecho, Cristo mismo.
Juan Pablo II dejó escritas muchas reflexiones sobre la paz. Aquí una de ellas, que sirve perfectamente a modo de resumen de lo expuesto anteriormente: “En este tiempo amenazado por la violencia, por el odio y por la guerra, testimoniad que Él y sólo Él puede dar la verdadera paz al corazón del hombre, a las familias y a los pueblos de la tierra. Esforzaos por buscar y promover la paz, la justicia y la fraternidad. Y no olvidéis la palabra del Evangelio: Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios (Mt 5,9)”.