Así es como publicaban la noticia los periodistas. El Vaticano, por su parte, emitió un comunicado más breve y discreto: “En la diócesis se ha creado una situación por la cual el obispo Franz-Peter Tebartz-van Elst en el momento actual no puede ejercitar su ministerio episcopal (…). En espera de los resultados de tal examen y de las posibles responsabilidades a depurar, la Santa Sede considera oportuno autorizar a monseñor Franz-Peter Tebartz-van Elst a un periodo de permanencia fuera de la diócesis”.
No reproduzco toda esta información por gusto, sino para comprender, en la medida de lo posible, los hechos. Cuando éstos salieron a la luz, enseguida se escucharon las críticas de quienes reprobaban las posesiones de la Iglesia, la potestad de los obispos en general e incluso la autoridad del mismo Papa. Era interesante comprobar cómo muchos conseguían compatibilizar la condena al obispo en cuestión y la condena al Sumo Pontífice.
La tentación nuestra, la de los católicos, es entrar al trapo, como se dice coloquialmente, y pasar a discutir con esos críticos el porqué de sus censuras y el sentido de su rechazo a una institución –la Iglesia- a la que no pertenecen. Pero eso debería quedarse ahí, en una tentación. Al final, no hay muchas maneras de justificarse. El ser humano es libre y tiene la capacidad de hacer el mal. Por eso en la Iglesia Católica se cometen pecados: porque quienes la componen son humanos también. Cuentan con la gracia de Dios y con los sacramentos para buscar la santidad y crecer en virtudes, claro que sí, aunque eso no constituye una garantía segura de que todos los fieles seguirán el camino indicado por Jesucristo. Y repito que esto no debe servir a modo de justificación, sino de explicación.
Al menos por lo que aparenta, la actitud y el comportamiento de ese obispo, por desgracia, están en el polo opuesto de lo que Dios nos pide a los creyentes y de lo que Él mismo nos enseñó. Ahora en diciembre celebraremos la Navidad, los días más importantes del año litúrgico, junto con los de Pascua, y en ella reviviremos el misterio de la Encarnación y del Nacimiento de Jesús. Fueron unos sucesos sin bombo ni platillo, que pasaron inadvertidos para la mayoría de los habitantes de Israel y de la humanidad entera y que sin embargo transformaron el curso de la historia.
Abandonemos, pues, la crítica barata a los miembros de la Iglesia y al prójimo y centremos nuestra atención en el Niño Dios, que vino a traer un mensaje positivo y esperanzador. Benedicto XVI dijo hace tiempo: “Dios es tan bueno que puede renunciar a su esplendor divino y descender a un establo para que podamos encontrarlo y, de este modo, su bondad nos toque, nos sea comunicada y continúe actuando a través de nosotros. Cumple tu promesa, Señor. Haz que donde hay discordia nazca la paz; que surja el amor donde reina el odio; que se haga luz donde dominan las tinieblas. Haz que seamos portadores de tu paz”.