Todos necesitamos mirar a las fuentes donde se encuentra el sentido de la existencia. Es probable que nadie pueda entenderlo como el peregrino que camina con fe y encuentra, en la historia la salvación, razones para seguir creyendo hoy y en el futuro de un mundo puesto en camino hacia una meta trascendente, aunque no lo sepa.
Siguiendo el hilo de la tradición bíblica, Abel se nos presenta como el modelo de “ciudadano peregrinante”, “peregrino en el siglo y perteneciente a la ciudad de Dios, predestinado y elegido por gracia; por gracia peregrino aquí abajo, por gracia ciudadano allá arriba”, como dice san Agustín. Sin embargo, el más conocido como imagen paradigmática del peregrino y de la peregrinación es Abrahán. Sería hermoso hacer una lectura del conocido icono de la Trinidad de Rubljev a la luz del concepto peregrino y peregrinación.
El Peregrino cristiano
El autor de la carta a los Hebreos a partir de aquí elabora una de las más bellas representaciones teológicas de la peregrinación cristiana: “Por la fe Abrahan, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para un lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba. Por la fe peregrinó por la Tierra Prometida como en tierra extraña, habitando en tiendas, lo mismo que Isaac y Jacob coherederos de las mismas promesas. Pues esperaba la ciudad asentada sobre cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Heb 11,8-10). En la actitud peregrinante del hombre de fe sobresale la esperanza como elemento dinámico de la existencia. El que espera, forzosamente es peregrino. Así el auténtico peregrino cristiano es el que acoge desde la profecía en la historia la manifestación total de Dios en la persona de su Hijo encarnado. Todas las escenas de la vida de Abrahán son una descripción de la experiencia del peregrino. No en vano en la posterior tradición bíblica, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, ha tenido tanta fuerza la imagen del peregrino Abrahán. Los libros sagrados y la misma liturgia de la Iglesia así lo reflejan.
En este contexto, y ya en el Nuevo Testamento, podemos referirnos al pasaje paradigmático del Evangelio que nos narra la ida de dos de los discípulos de Jesús: el viaje a la aldea de Emaús. A éstos se les presenta Cristo como peregrino que esclarece el significado de lo que ha acontecido en Jerusalén y ayuda a leer correctamente las Escrituras. No es extraño que tanto la literatura como el arte hayan valorado la dimensión del peregrino Jesús con los suyos de Emaús. Jesús a los que huían les devuelve la memoria y la verdadera interpretación de la historia. Uno de los mejores cuadros del Caravaggio acierta cuando coloca a uno de Emaús la concha del peregrino (cf. Cuadro en la National Gallery de Londres).
La huellas de la espiritualidad
En los primeros pasos del cristianismo, todos los escritos apostólicos dejaron huellas de la espiritualidad reflejada en la experiencia del peregrino. La Didaché y el Pseudobernabé testimonian la hospitalidad y el valor que ésta tiene para la evangelización; el Pastor de Hermas contempla la existencia como una peregrinación en la búsqueda de las respuestas a las grandes preguntas; Ignacio de Antioquía convierte su ida a Roma en una peregrinación hacia el martirio, hacia el triunfo. Es la imagen de la Iglesia que peregrina en cada lugar y que está de paso hacia una tierra mejor. La epístola a Diogneto entiende que la vida del cristiano requiere la conciencia de la provisionalidad en la que vive el peregrino: “Habitan sus propias patrias pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extraña”. Sería prolijo hacer un recorrido por toda la literatura de los tres primeros siglos del cristianismo, los Padres apostólicos y los grandes apologistas.
“El mundo está, sépalo o no, impregnado de gracia; ningún ser humano es desgraciado”[1]. Las realidades naturales son epifanías de Dios aunque no por ello deben ser adoradas, lo que nos llevaría a la idolatría. Al apoyar la experiencia del hombre peregrino se subraya que el hombre está abierto a la sacramentalidad y se coloca en las antípodas de la desencarnación. La concepción cristiana del hombre como peregrino se fundamenta en la encarnación. Mediante la carne, en carne, el hombre se abre al Creador[2], saborea la realidad creatura, experimenta la salvación. La visión cristiana, pues, valora la realidad del hombre que nace, camina, se hace en la historia, descubre, experimenta lo que Dios va haciendo en su historia de caminante hasta llegar al final de la meta. Ser peregrino, como parábola de la existencia humana, es saber de dónde venimos, cómo vamos y hacia donde caminamos; es vivir acorde con las preguntas fundamentales del ser humano: de dónde, por dónde y hacia dónde.
Itinerarios religiosos
Un ejemplo de peregrinación en la antigüedad tardía es Egeria, mujer del noroeste hispánico, que en su Diario de viaje dejó testimonio de la búsqueda de lugares sagrados; del descubrimiento de la historia de salvación en el pasado para conocer y celebrar las “magnalia Dei” en la creación. Muchos son los itinerarios religiosos que señalan la fuerza de la peregrinación en estos siglos aun cuando no falten voces (como las de san Jerónimo o san Gregorio de Nisa) que quieran corregir las desviaciones de la praxis peregrinante. Si atendemos a las fuentes literarias también muy pronto nacieron interpretaciones equivocadas del auténtico sentido de la peregrinación.
La peregrinación tiene unas facetas propias en cada época, religión o cultura. No cabe duda de que estamos en un momento totalmente nuevo. Momento que deja en penumbra discusiones de diverso tipo que enzarzan a mucha gente, tanto desde el punto de vista cultural, religioso, económico e incluso político.
Hoy, como ayer y siempre, la peregrinación sigue siendo un espacio de vida y evangelización. Un camino importante en la Nueva Evangelización, tan querida de los últimos Papas.
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[1] J. L. RUIZ DE LA PEÑA, Crisis y apología de la fe, Santander 1995, 272.
[2] “Quiero despertar en ti una profunda admiración de la creación, para que tú, en todo lugar, contemplando las plantas y las flores seas presa de un vivo recuerdo del Creador” SAN AMBROSIO, Hexaemeron, VI, 1.