A mediados del mes de Marzo, la primavera anunciaba su llegada, revistiendo de colores la hermosa naturaleza de Europa Central. Comenzaba también la temporada de torneos y los caballeros más esforzados ya estaban preparándose para las competiciones.
En el pueblo no se hablaba de otra cosa:
‒¿Quiénes van a participar este año?
‒¿Quién será el vencedor?
‒Me parece que esta vez el propio príncipe tomará parte en las contiendas.
¡Y los torneos empezaron!
Cada día los jinetes daban una nueva demostración de fuerza y destreza. Dos de ellos, en particular, eran objeto de todas las atenciones: el joven conde Carlos, compañero de armas del príncipe, con tan sólo 17 años, y un rico hidalgo, también joven, heredero del Ducado de Bretaña. Hasta entonces no se conocían, pero bastó pocos días para que se intercambiaran miradas altaneras, rivalizando en vanidad, envidia y deseo de honores.
Cuando se acercaban los últimos juegos, en los que se enfrentarían los ganadores de muchas luchas, Carlos recibió una horrible noticia: el príncipe, que también participaba en los juegos, había muerto repentinamente, como consecuencia de una caída del caballo durante los enfrentamientos.
‒¡Qué efímera es esta vida! –suspiró Carlos. Podría haber sido yo el que hubiera muerto en vez de él. Todo acaba cuando uno menos se lo espera: tesoros, trajes, honores e incluso nuestro propio cuerpo, del que tanto nos orgullecemos y al que tanto cuidado le damos. A final, sólo perduran nuestras obras, buenas o malas.
Ideas serias y profundad como ésas giraban en su cabeza. Era Dios quien se las inculcaba, valiéndose del triste acontecimiento para enviarle gracias de conversión… Siguió participando en las competiciones, pero era evidente que sus pensamientos estaban en otro lugar. La víspera del último combate, en el que se conocería el vencedor final, Carlos decidió retirarse para darle un nuevo rumbo a su existencia: sería anacoreta.
‒¿Qué le había ocurrido? –se preguntaban todos, estupefactos.
La providencia le invitaba a hacer penitencia por sus pecados y a renunciar a los fútiles placeres del mundo, cambiándolos por una vida de recogimiento y oración, similar a la de los antiguos ermitaños del desierto.
Setenta años vivió solitario en el bosque, alimentándose únicamente de frutos y semillas. En atención a sus fervorosas oraciones, un día, cuando ya era anciano y se acercaba el momento de abandonar esta vida terrena, Jesús se le apareció. Entonces le preguntó:
‒¿Cuál será mi recompensa en el Cielo?
El Señor fijó su mirada en el anacoreta y lo trasladó místicamente a un riquísimo palacio, donde un noble varón, sentado en un pequeño trono y anciano como él, contemplaba el firmamento a través de una gran ventana, pensativo.
‒Tu recompensa será la misma que la de ese hidalgo –le dijo Jesús.
Al principio Carlos pensaba que no había entendido muy bien la respuesta. Aquel hombre era el rico heredero bretón con quien, hacía setenta años, había competido en fama durante los torneos de la primavera. ¿Cómo era posible que la recompensa de quien vivía rodeado de lujo y prestigio fuera igual a la de quien había abandonado familia, fortuna y palacio, para pasar toda la vida dedicándose a la penitencia y a la oración?
Perplejo, osó preguntar de nuevo
‒Entonces, Señor, ¿de qué sirven tantos años de privaciones y sufrimiento?
‒Carlos –le respondió Jesús‒ no te dejes llevar por las apariencias. Cuando te retiraste de los torneos, ese hombre también cayó en sí y se arrepintió de su soberbia, pero no sintió, como tú, la vocación de retirarse al desierto. Hizo una buena confesión general, y a partir de ahí empezó a llevar una vida virtuosa y desapegada. Buena parte de sus riquezas fueron destinadas a obras de caridad, a la construcción de capillas y para ayudar a los sacerdotes necesitados. Nunca dejó de rezar y frecuentar con fervor los sacramentos, y así dio mucha gloria a mi Padre que está en el Cielo.
‒Es justo que sea premiado –dijo el ermitaño. Sin embargo, ¿no debería ser mayor la recompensa del que lo abandonó todo por tu causa?
‒No es por el valor de los bienes renunciados que se mide el apego. Una mujer, por ejemplo, puede usar muchas joyas con total desprendimiento, sin manchar para nada su alma, y un anacoreta puede vivir tremendamente preocupado con su humilde cántaro de barro…
Carlos se llevó una sorpresa y se le abrieron los ojos aún más de asombro. En efecto, ¡cuántas veces no había interrumpido su oración para comprobar que su cántaro estaba bien puesto, sin riesgo de que se cayera al suelo! ¡Con qué cuidado lo limpiaba para que estuviera siempre lustroso y sin la más mínima huella de moho! Llegaba a despertarse por la noche, afligido, ante la posibilidad de que algún animal lo derribara y se quedara sin agua fresca que tanto placer le proporcionaba en su vida ascética.
-No te diste cuenta –continuó Jesús‒, pero del demonio consiguió valerse de tu cántaro para desviarte del camino de la perfección. Y, por tanto, tu mérito no es mayor que el de quien supo usar los bienes terrenos con sabiduría.
Dos enormes lágrimas rodaron por las mejillas llenas de arrugas del pobre asceta.
‒No obstante, te sirvieron de mucho las abundantes oraciones que hiciste a mi Madre. Por los méritos de Ella salvarás tu alma.
Carlos sintió como si se le desprendieran densas escamas de sus ojos. Arrepentido, cayó de rodillas y recurrió, una vez más, al maternal auxilio de la Virgen. Le dolía el hecho de haber dado lugar al apego por ese objeto en su corazón, que debía estar volcado hacia las cosas de lo alto, y le pedía a ella, como bondadosísima Madre, que encontrara alguna manera de suplir el amor que había negado a su divino Hijo.
Agradadísimo con esa perfecta contrición, Jesús perdonó completamente las faltas del anacoreta y además le aumentó los méritos, en atención a los ruegos de su santísima intercesora. Así, cerrando los ojos a esta vida, el viejo Carlos, finalmente desapegado de este mundo, entró jubiloso en la gloria del Cielo.