Por primera vez, el ser humano ha decidido construir su existencia mirando únicamente al futuro, como si el pasado jamás hubiera existido. La elección limita nuestras expectativas, porque nos priva de la enseñanza de la experiencia y, además, excluye a una parte importante de nuestra sociedad: los ancianos. Muchos de ellos han quedado condenados al mundo de la pobreza, convertidos en flotantes sombras de un hábitat ajeno a su existencia.
El sueño es una cualidad imprescindible para el ser humano. Con sus locuras imposibles nos ayuda a recorrer la vida con ilusión renovada. Nuboso el día, decido salir a recorrer parques. Una actividad como otra cualquiera. Acudiendo a la llamada del nuevo sol, cientos de personas mayores regresan a la búsqueda del azul vigoroso del cielo. Es un desesperado clamor por la vida, la reivindicación de su lugar en la Tierra. Un grito proferido por seres, que ya han recorrido una parte de su existencia. Tan importante que, frecuentemente, la Sociedad ha decidido olvidarse de ellos.
La muerte
Los mayores, los viejos; como vulgarmente se les define, son más molestia que presencia. Construyeron la convivencia, que ahora disfrutamos, se esforzaron por edificar un mundo más justo y posiblemente fracasaron en el intento. Pero su esfuerzo consumió sus fuerzas y minó sus esperanzas. Les privó del derecho a soñar, infundiéndoles el temor a la soledad y a la muerte.
Aunque, para el cristiano, la defunción es tránsito, no hemos logrado deshacernos del temor reverencial que sentimos ante su llegada. La hora suprema nos recuerda más el juicio que el mundo que se abre tras ella. El trance tiene más de drama que de victoria, de partida que de retorno. Pensar en ella une nuestro futuro con nuestro pasado.
La soledad
Para los errantes que recorren los parques, bastón en mano, la soledad es tiempo de recuerdos. Los paseos, continuo retorno a épocas ya vividas, a páginas pasadas, a proyectos que se agostaron para siempre en el mundo de los sueños.
Vivimos en un mundo carente de empatía. Cada uno es una isla en un tráfago, que tiene más de laberinto que de relajada convivencia. Vamos hacia un cosmos de solitarios que carecen de compañeros con los que comunicarse.
Por primera vez en mucho tiempo tendremos que decir a nuestros hijos que su existencia será menos feliz que la nuestra y ésta es una realidad que cuesta asumir. La volatilidad hace que todo cuanto nos rodea sea más fútil. Es urgente reivindicar el retorno al tiempo de la empatía. Saludar a las personas con las que nos encontramos, hablar, intercambiar experiencias y, sobre todo, escuchar.
Acorazados en nuestras ideas que, frecuentemente, ni son nuestras ni son ideas, contemplamos, con fingida superioridad, nuestro alrededor. Consideramos hallarnos en posesión de una verdad, que tiene más de posverdad que de realidad. Hemos pasado de un mundo globalizado a centrar nuestras relaciones en una limitada tribu, que excluye, violentamente, a quien no consideramos que forma parte de ella de la tribu, caminamos a pasos agigantados a un ensimismamiento progresivo y excluyente.
Quizás sea el exceso de comunicación, al que estamos sometidos, la ignorada fuerza que nos empuja a nuestro retraimiento. Incapaces de procesar la multitud de datos, que nos abruma cada día, en un ejercicio pendular, hemos decidido elegir el aislamiento. La consecuencia de esa providencia nos ha conducido a la ruptura de nuestras relaciones humanas. Esa deliberación individual, lícita, aunque en mi opinión, empobrecedora, ha expulsado a muchas de las personas que estaban en nuestro ámbito y que, sin pretenderlo, se han visto desterradas del dialogo por nuestra falta de empatía.
Cada vez son más las personas condenadas a vivir en silencio, por culpa de la soledad social.
Desarrollar la empatía
¿Debemos reivindicar la empatía como una virtud que debe ser cultivada socialmente? En mis paseos contemplo a quienes caminan a mi lado como si de extraños se tratara. Es gente que marcha abstraída en indefinibles pensamientos. Sus inexpresivos rostros parecen varados en lejanas playas azotadas por inexistentes tormentas personales. Atribulados por pesares inextricables parecen movidos por una fuerza ficticia, que les hiciera rotar alrededor de un doloroso suplicio intelectual. Han recorrido un largo camino para llegar al borde del abismo. Un abismo del que jamás les hablaron. Carecen de recursos económicos, de fuerza para luchar, de esperanza para intentarlo.
Simplemente, han decidido dejar de luchar y esperan a que llegue el momento de su definitiva desaparición del mundo de la materia.
Es preciso, necesario, vital, intentar su rescate. Utilizar la empatía para liberarles de su pena. Ayudarles a recuperar la ilusión y las ganas de vivir. Aunque sólo sea porque se lo debemos. Gracias a su esfuerzo, quienes llegamos tras ellos, pudimos transitar por los caminos que ellos habían desbrozado.