Al parecer, aquel hombre estaba acosando a una chica que estaba a su lado, y el músico, ni corto ni perezoso, interrumpió la canción que estaba entonando en ese momento para reprenderle duramente. Instantes después, las fuerzas de seguridad desalojaron al individuo, mientras Sanz explicaba a su público: “¿Todo bien? ¿Seguro? Bueno, les pido disculpas por el episodio de antes, porque yo no concibo que nadie toque a nadie. Y menos a una mujer, porque ahí sí… no más”.
Aquel gesto tuvo tanto de elogiable como de inusual: no es muy frecuente ver a alguien, y más todavía famoso, defender sin tapujos a uno de sus fans. Sin embargo, por inverosímil que parezca, no tardaron en surgir los críticos y los suspicaces alegando que seguramente todo había estado planeado desde el principio, o que Sanz sólo lo había hecho para ganarse el favor de la opinión pública.
Pienso que tales hipótesis definen muy bien hasta dónde puede llegar la envidia y la estulticia humana. ¿No es más fácil y lógico suponer lo normal, a saber, que la acción de Alejandro Sanz fue, en sí misma, algo noble e incluso merecedor de felicitación? Pues para algunos, no, ya que siguiendo una actitud extremadamente inconformista quisieron ver en aquel suceso segundas intenciones, evidenciando hasta qué punto somos capaces de buscar peras al olmo para justificar nuestro egoísmo y nuestra arrogancia. En una palabra, nuestra envidia patria.
La caridad no consiste sólo en ayudar expresamente al amigo o en contribuir con tal o cual causa benéfica a paliar la miseria africana. La caridad implica, sobre todo, erradicar la envidia y el prejuicio, es decir, tender a pensar en positivo de quienes nos rodean. Sin caer en ingenuidades, por supuesto, pero sí procurando extraer lo mejor de ellos. De otro modo, no podríamos perdonarles nunca y no habría esperanza siquiera para nosotros mismos, cuyas equivocaciones también florecen por doquier, las reconozcamos o no.
Nos cuesta perdonar y olvidar, porque ese ego que nos atenaza y nos lleva a rumiar pensamientos negativos del prójimo es muy cómodo. Pero debemos luchar contra ese impulso de considerar a los demás por encima del hombro o con los ojos entornados y ávidos de reproches. La experiencia demuestra que las consecuencias son, entre otras, una gran tranquilidad de conciencia y una visión del mundo más sencilla y llevadera.
Es lo que se puede denominar “la virtud del aplauso”: valorar lo positivo de quienes nos rodean, que siempre, en la superficie o no, existe.