Vivimos en un momento histórico donde las personas huyen del sufrimiento y cuando este brota en su vida se hunden en la depresión o rechazan a Dios. Piensan que Dios podría arreglarlo en un sentido, según la necesidad inmediata de cada uno. Por eso, un aspecto a tener en cuenta es sin duda el misterio de la Cruz y de la muerte del Señor como respuesta a la pregunta al por qué acerca del sufrimiento y del sentido de la muerte de los inocentes en nuestra historia.
Tenemos que partir de que Dios no vino a suprimir el sufrimiento, si no que vino a llenarlo con su presencia. Por eso, cuando contemplamos al Señor en la Cruz, no lo hacemos como patíbulo inhumano, sino como fuente de belleza salvadora.
La cruz, de un modo o de otro, está en la vida de cada uno de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, pero en la Cruz encuentran sentido nuestras cruces, hablando de cruz a cruz con Aquel que la sufrió de forma inhumana.
La conmemoración de la muerte del Señor en la Cruz llena de silencio el alma cristiana. El cántico del Siervo del Iahvé es el poema de los sufrimientos del elegido de Dios, inocente y cargado con nuestros pecados. Su dolor, sin embargo, es redentor y salvará a muchos.
Si tuviésemos que hablar al modo humano, diríamos que el corazón del Padre se desagarraba en aquella entrega del Hijo unigénito a la muerte por amor al mundo. El amor del Padre por los hombres se revela en la muerte de Jesús y, si permitió la pasión y la cruz de Jesús, fue para vencerlas definitivamente resucitándole de entre los muertos. Jesús sabía que el Padre no lo abandonaría y, aunque suplica como hombre a Dios, implorando verse libre de aquel tormento, lo acepta confiando en el poder y el amor de su Padre, que no puede abandonarlo. Siente como todo ser humano la experiencia cruel del abandono aparente, cuando la cruz parece hacer patente la ausencia de Dios y su distancia de la suerte de cada uno, es cuando la íntima unión y confianza del Hijo con el Padre, lo sustenta en la certeza de que su amor por Él no puede ser destruido por los padecimientos de la pasión y de la cruz, que hieren y llagan su
humanidad íntegra y plenamente humana.
La muerte del Señor en la Cruz nos revela que su sufrimientoes el de todos los que, de mil modos diferentes, son los crucificados de la tierra. Atados a su silla de ruedas, a la celda de su prisión, al sufrimiento
por la pérdida injusta o absurda de los seres queridos, a su depresión o a su desesperación, a su vida fracasada, el hambre endémica, al fracaso en la pareja o en la familia, a su propia soledad, todos ellos son prolongación histórica del Señor Crucificado. “Jesucristo está en agonía hasta el fin de los tiempos”, dijo Bossuet. La Cruz gloriosa de Cristo se alza hoy ante nosotros como
signo y señal de una fe que es ampliamente compartida por tantos hombres y mujeres que sienten la necesidad de sentirse amados y de amar. Este es el corazón de nuestra fe que, por ser parte de la identidad de un pueblo, no puede ser ignorada
ni soslayada. Esta Cruz que adoramos es símbolo del amor definitivo: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,14).
La representación de la pasión, muerte y sepultura de Cristo no es la historia de un fracaso, sino la crónica sagrada del triunfo de la vida. Una victoria que se alcanza por la Cruz y que conduce a la luz.
“Mirarán al que traspasaron”.
Del costado traspasado de Cristo brotó Sangre y agua, que representan los dos sacramentos fundamentales, Eucaristía y Bautismo que, su vez, significan el contenido auténtico de la esencia de la Iglesia. Bautismo y Eucaristía son las dos formas como los hombres se introducen en el ámbito vital de Cristo. Porque el Bautismo significa que una persona, que se hace cristiana, se sitúa bajo el nombre de Jesucristo. Y este situarse bajo un nombre, representa mucho más que un juego de palabras; podemos comprender su sentido a través del hecho del matrimonio y de la comunidad que se origina entre dos personas, como expresión de la unión de dos seres.
El Bautismo, que como plenitud sacramental nos liga al nombre de Cristo, significa, pues, un hecho muy semejante al del matrimonio: comunión de nuestra existencia como suya, inmersión de mi vida en la suya, que se convierte así en medida y ámbito de todo nuestro ser.
Por esto, ante el costado traspasado del Señor, todo queda relativizado, y todas nuestras miserias son poco delante de la inmensidad del amor crucificado; así podemos decir, con Teresa de Ávila, todo es poco cuando miramos al crucificado y comparamos nuestro sufrimiento con el Cristo del que hacemos “memorial” en la Eucaristía y en cada sacramento. ¡Que la contemplación del Señor Crucificado ilumine los ojos de nuestra fe y el amor del corazón para sintonizar con su sufrimiento y para movilizarnos a remediarlo en los pobres o, al menos, a acompañarlo!
El Crucificado, de un modo para nosotros misterioso, inexplicable, sufre sobre todo por un silencio de Dios Padre tan espeso y desolado que le hace decir: “¿Dios mío, Dios mío por qué me has abandonado?”. Dios está intensamente presente en la pasión de su Hijo, pero en forma incomprensible de vacío. Soportar el silencio de Dios en momentos de abatimiento y de fracaso pertenece al legado de los discípulos del Señor Crucificado.