La señora ronda los 80 años y nunca, hasta la fecha, la he visto impacientarse, y mucho menos enojarse. Llevo veinte meses comprobando cómo supera –día sí y día también- los imprevistos, las malas noticias y las decepciones con una deportividad y un optimismo que ya quisiéramos muchos.
Algo parecido ocurre con nuestros abuelos. Se preocupan de cuestiones aparentemente triviales y nos preguntan por cosas que en teoría no deberían quitarles el sueño -¿has comido bien? ¿Qué tiempo va a hacer mañana?...-, mientras que lo que a nosotros sí nos inquieta a ellos les resulta casi indiferente. Sé que generalizo un poco, pero espero que el lector pueda comprender y coincidir con la idea de fondo a la que me refiero: superados los 60 ó 70 años de edad, uno aprende a la fuerza a valorar lo realmente importante. Le guste o no, ese concepto llamado muerte pasa de ser algo teórico y lejano a un hecho inminente, o al menos próximo, lo cual permite tener una jerarquía de valores distinta, probablemente más ajustada a la verdad.
Hablo de esto porque cuando leemos los comentarios de la prensa escrita, escuchamos las declaraciones de famosos y de periodistas o conversamos con algunos adultos no es raro reconocer una mala vibra generalizada: una especie de pesimismo manifiesto del tipo “las cosas antes no eran así”, “esto no ocurría cuando éramos pequeños”, “adónde vamos a parar” y “se avecinan tiempos oscuros”. ¿De verdad eran tiempos fáciles los del siglo XIX?
Por lo demás, cada vez estoy más convencido de que tal visión lúgubre de la realidad está falta de perspectiva. Hace poco viajé a Chong Kneas, un pueblo de Camboya muy especial, porque sus casas, sus dos colegios, sus supermercados e iglesias eran flotantes. Es decir, no estaban construidos sobre asfalto ni sobre un terreno estable, sino sobre cientos de botecitos hechos, entre otros materiales, de caña de bambú. Sus habitantes, la mayoría ancianos, están acostumbrados a vivir sin luz y con una única prenda de vestir (si la quieren lavar, se bañan en el lago hasta que ésta se seca). Un dólar americano supone para ellos el salario de más de una semana... Eso es miseria, eso es sufrir las inclemencias de un clima insoportablemente húmedo, eso es padecer las consecuencias de un gobierno corrupto y dañado, eso es vivir al día, y, sin embargo, la población de Chong Kneas no puede ser más sonriente, más generosa y más acogedora. Ser testigo de su alegría obliga al espectador occidental y conformista a replantearse un sinfín de prioridades. Y a reordenarlas. Quizá de eso pueda escribir en la próxima ocasión.