No se trata de un momento puntual de uno o dos días, sino de una transformación paulatina definida por una serie de elementos bastante característicos.
Entre dichos elementos se incluye, qué duda cabe, la responsabilidad: no somos plenamente maduros hasta que reconocemos el alcance que tienen nuestras decisiones. El niño es todavía niño porque carece de la capacidad de obrar por su cuenta.
En otras palabras, somos libres, lo cual puede derivar en cosas muy buenas y en cosas no tan buenas. Una vez adultos, nadie puede escoger por nosotros, o al menos no en las cuestiones fundamentales.
Si somos una buena persona, la somos porque es lo que queremos; si optamos por robar, por mentir o por ser perezosos, también lo seremos porque así lo hemos deseado. Con 20, 25 ó 30 años, edades en las que ya deberíamos dar muestra de madurez, tenemos nuestro destino en nuestras manos.
Hablo de esto porque a veces, de tanto escuchar que Dios es Misericordioso y Bueno y Amoroso, olvidamos que también es Justo. De hecho, instaurará dicha justicia al final de los tiempos. Y de nada valdrá pedir clemencia o perdón entonces, si no lo hicimos mientras vivimos en este mundo, cuando tuvimos la oportunidad y, deliberadamente, dimos preferencia a nuestros egoísmos terrenales o a nuestros orgullos particulares.
“Estamos condenados a ser libres”, decía el existencialista Sartre para referirse a una supuesta libertad absoluta del ser humano. Sin embargo, en esta doctrina se encierra un error: nuestra libertad tiene un sentido, una finalidad, no es arbitraria. ¿Por qué? Porque hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, lo que significa que tenemos raciocinio y que somos dueños de nuestros actos. De hecho, justamente por esa libertad podrá Dios pedirnos cuentas luego.
La libertad es prueba de confianza
La libertad recibida no debe verse como algo negativo, como una carga. Consiste, mejor dicho, en la vía que tenemos para descubrir nuestra vocación, nuestra misión en el mundo, y cumplirla. Cada uno de nosotros, incluido usted, lector, está aquí por algo, y para algo, grande. Es tal la confianza de Dios en sus criaturas humanas que él nunca coartará o limitará su libertad. Quiere que todo aquel que le ame lo haga libremente, porque quiere.
En el Padrenuestro, la oración que nos enseñó Jesucristo en persona y que hemos rezado tantas veces, se dice: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Es decir, si buscamos la desaparición de nuestras miserias perpetradas libremente, hemos de aprender asimismo a olvidar las del prójimo.
Si bien la parábola de los talentos (Mt 25, 14-30) esconde múltiples enseñanzas, tal vez la más fundamental se resume en que Dios nos ha entregado una serie de dones porque confía en nosotros y en que, libremente, les sabremos sacar el debido provecho.