La unidad de la persona: entre el cuerpo y el alma del ser humano existe una honda relación. La persona no es un mero cuerpo, un qué, sino también un quién. Todo hombre y toda mujer es alguien con dignidad por haber sido hecho a imagen y semejanza de Dios. Su cuerpo y su alma forman una unidad tan indisociable que, juntos, constituyen una sola naturaleza: la humana.
Sexualidad humana: es algo que afecta al núcleo del ser humano, y por tanto no se limita a un conjunto de acciones y reacciones biológicas que se suceden en el cuerpo del hombre y de la mujer de vez en cuando, como quien de pronto siente hambre y decide comerse una tortilla. La sexualidad define al hombre y a la mujer en la dimensión física, pero asimismo en la psicológica, en la espiritual y, en general, en cualquiera de sus múltiples manifestaciones.
Todo lo expuesto hasta ahora nos lleva a razonar lo siguiente: la donación de la persona en el acto sexual debe ser completa, puesto que, como escribió Juan Pablo II, “la sexualidad abraza todos los aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y de su alma” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2332). Y si tal entrega es absoluta, entonces se entiende que exista una institución que la ampare y proteja: el matrimonio. No es éste la alianza efímera de dos sujetos que tienen un cierto interés entre sí, sino una nueva, libre e incondicional conformación en el orden del ser. Marido y mujer, aun siendo dos personas distintas, fundan una unidad armoniosa, en donde el acto sexual constituye una de sus múltiples expresiones, tal vez la más evidente desde un punto de vista físico. En el “ser” que comporta el matrimonio comparece el “obrar” de la sexualidad.
Cuando hombre y mujer se entregan mutua y absolutamente, en cuerpo y alma, pasan a conformar un matrimonio y por consiguiente, una familia, la cual se funda y vivifica por el amor. Más aún, la entrega que supone la sexualidad del hombre y de la mujer se muestra en la vida que ambos pueden engendrar. No hay padre sin la complementación de una madre, ni madre sin la del padre.
Si los homosexuales desean que la ley de su país reconozca la unión que quieren alcanzar, están en su derecho de hacerlo. Pero no pueden pretender que dicha unión reciba el nombre “matrimonio”, porque el matrimonio es, desde sus inicios, una cosa distinta. Yo no puedo querer llamar farola a lo que desde siempre ha sido un árbol. O puedo quererlo, pero nadie, por supuesto, me escuchará.
Y una última conclusión. A la unidad fundamental de cuerpo y alma que posee cada persona, se puede añadir otra unidad, a saber, la unidad hombre-mujer. Ambos son llamados desde su origen no sólo a existir “el uno para el otro”, sino que son llamados también a existir recíprocamente. Es justo en esa reciprocidad radical donde la sexualidad encuentra su auténtico significado.