las cosas más sagradas se devalúan o desvirtúan poco a poco. Esto es lo que suele acontecer con la celebración más importante de la fe católica, que es la eucaristía o la santa misa. Un fiel bien formado sabe bien que nada es comparable a la misa, “centro de toda la vida de la comunidad cristiana”. No desconoce que es la renovación incruenta del único sacrificio de Cristo en la cruz, que se inmola al Padre por nuestra salvación; que es la acción de gracias por excelencia a Dios; que es el memorial o nueva presencia del sacrificio de Cristo; el convite pascual en el que se nos da Cristo en alimento; que es la comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo, que Él nos mandó hacer en memoria suya el primer Jueves Santo, que en ella se realiza la obra de nuestra redención etc…
Al olvidar o ignorar estas realidades profundas, muchos –incluso bautizados y creyentes– se quedan tan sólo con los aspectos externos o simplemente con la cáscara o el envoltorio… Juzgan la misa a la que “asisten” pasivamente, como un mero “espectáculo”. Si en él ha habido guitarras, coros juveniles, batería, cantos rítmicos y pegajosos, celebrante simpático, expresiones corporales, intercambio efusivo de abrazos y besos, homilía untuosa y sensiblera, preces espontáneas, presentación rara y variada de dones, algo de folclore, creatividad del celebrante, etc… salen eufóricos comentando: “¡Que misa tan bonita!”.
Uno como sacerdote se pregunta perplejo: ¿Pero es que la misa tiene que ser “bonita”? Pocos se plantean si la celebración les acercó mucho, poco o nada a Dios y al prójimo, si les ayudó a transformar o mejorar sus vidas, si les acrecentó su fe, esperanza y caridad. ¡Qué falta de catequesis en el pueblo de Dios!