Hoy, el hambre se extiende por todos los rincones de la Tierra. Existen espacios en los que sobrevivir se ha transformado en una gravosa actividad cotidiana. Hace unos años, deambulaba, a primeras horas de la mañana, por las estrechas calles de una populosa ciudad africana. Mi acompañante, sorprendido por la gran cantidad de hombres que, saliendo de las casas por las que pasábamos, llevaban bultos en sus brazos, me preguntó cuál era su ocupación.
–Son las personas que viven de milagro.
–¿Qué milagro?, respondió, atónico. El de encontrar alguien que desee comprar lo que venden. Sólo de esa manera podrán comprar comida para su familia.
Ese problema se ha generalizado extendiéndose a los más desarrollados países de Europa. Como consecuencia de la crisis generada por el Coronavirus más de 700.000 personas 1, incrementarán, en España, el “invisible ejército de los pobres”.
Reconfortábamos nuestro espíritu con la esperanza de ver amanecer un mundo mejor cuando, repentinamente, vimos truncados nuestros sueños por una desconocida enfermedad que llegaba de China. Se decretó el confinamiento y la actividad económica cesó. Como si alguien hubiera pulsado el botón del pánico, el bullicio se apagó en las ciudades, la contaminación menguó y las empresas mandaron a sus trabajadores a casa. Se pretendía, a toda costa, detener el peligroso avance de un enemigo difuso y tan peligroso, que podía acabar con nuestro mundo. No venció, pero modificó sustancialmente nuestro estilo de vida.
Pasado el acontecimiento las cosas volvieron por donde solían. En el ínterin, nuestro orgullo había sufrido un tremendo golpe.
Hace unos días hablaba con el obispo de una perdida provincia de la geografía africana que me contaba que su región, relativamente rica, está amenazada por la contaminación del agua potable que la baña. La aparición del nuevo hostil se ha convertido en un problema añadido de difícil solución. La inminencia se suma a la subalimentación convirtiéndose en fuente de angustia para los vecinos.
Al otro lado de la cortina azul que todo lo cubre...
Existen lugares en África en los que los amaneceres son tan puros y la atmósfera, tan trasparente, que parece que Dios quisiera mostrarnos lo que hay al otro lado de la azul cortina que todo lo cubre. Pronto, el sol se levanta y la tierra arde bajo el fuego que él envía para demostrar su poder. El cielo se ha teñido de sangre y moverse representa un esfuerzo sobre humano. Campos agostados por el calor exhiben restos de verduras condenadas por el secarral agrietado que las rodea. Los últimos animales han perecido heridos por el hambre, la contaminación y la miseria. Apenas se escucha el llanto de un niño que busca, desesperadamente, en el pecho vacío de su madre, algo con lo que engañar sus ansias. En algún lugar se adivina una tenue corriente de agua. Corre ágil, apresurada, desea evitar que el astro rey la fagocite. Las orgullosas acacias desafían a los animales y a las personas. Saben que en los territorios hostiles no vencen los más fuertes sino quienes más se adaptan a los rigores del clima.
aproximarnos a lo que parece un árbol solitario en el desierto, nos encontramos con miles de hormigas organizadas en escuadrones de colonizadores que depredan entre los restos de cadáveres de animales. Aunque el entorno de un desierto parece exánime son millones de pequeños seres quienes pretenden sobrevivir gracias a él.
El hambre es una enfermedad mortal
En su libro, Ziegler, narra una escena escalofriante que presenció en Níger 2. Las madres, ante su imposibilidad para alimentar, personalmente, a sus bebés, recorren entre veinte y treinta kilómetros para acudir al dispensario de la orden de la Madre Teresa. Allí, tras reconocer a los niños y determinar su estado, las monjas proceden a recuperarlos con un tratamiento que les ponen en vena.
A pesar de su ánimo, no son felices, es imposible atender a todos los que acuden. Carecen de dinero para adquirir medicamentos. Mientras dura el tratamiento, las hermanas, comparten su comida con las madres, también desnutridas. El dispensario se halla a desmano de todos los lugares conocidos. Su aprovisionamiento exige realizar un pesado viaje entre nubes de polvo a una temperatura que ronda los 47 grados a la sombra.
En muchos lugares de la Tierra hay seres que no pueden consumir las mínimas calorías para llevar una existencia normal. Personas que se mueren de hambre tras una larga y punzante agonía. Entre grandes dolores se va destruyendo su organismo. La mente se aletarga, el alma se deprime y se pierde la voluntad. Cuando desaparece la fuerza vital se acaba la vida. Las personas afectadas por hambre severo, pierden su sistema inmunológico y son susceptibles de ser atacadas por cualquier amenaza externa. La existencia pierde sus alicientes, si algún día los tuvo. Derrotados, se limitan a aguardar la llegada del sueño eterno.
El hambre es una enfermedad mortal. Sin embargo, se puede curar si logramos cogerla a tiempo. Como consecuencia de la grave crisis que atravesamos en Europa, muchos de nuestros vecinos caerán en manos de la pobreza. De su mano, llegará el hambre severa a nuestros barrios. En ese instante, el dolor nos punzará el alma.
Informe Oxfam.
“Destrucción Masiva. Geopolítica del Hambre.” Jean Ziegler. Península. Barcelona,
2013. El hecho narrado sucedió en Saga, durante la estación seca, unos cien kilómetros
al sur de Niamey. Tuvo lugar en un dispensario
de las Hermanas de la Madre Teresa,
cuando Ziegler trabajaba como comisionado de la
ONU. Según sus datos, en el mundo,
unos 1.000 millones de personas se encuentran grave y permanentemente desnutridas.
De aproximadamente 6.800 millones de personas que
poblamos la Tierra, 1000, tendrán que arrostrar
graves problemas de salud a lo largo de su
existencia por culpa del hambre.