Pero pasaron los años y poco a poco, nos quedamos las señoras todas viudas, cada una con su dolor en el alma, pero valientes en la soledad. Y nos seguimos viendo, reuniéndonos alguna temporada más. Y se pudo observar, con delicadeza y respeto, que cada una hacía comentarios sobre su marido y las demás lo vivían porque le habían conocido muy bien. Era como hacer revivir a nuestros esposos en medio de nuestra amistad, a veces nos hacía sonreír, otras veces reflexionar; hay tantas circunstancias en la vida que se prestan a ser contadas una y otra vez.
Teníamos en común que nuestros maridos habían muerto con el Señor, algunos muy protegidos por la Virgen María, San José, San Antonio, o su santo o santa preferidos. Entonces, podíamos comentar lo que hacíamos cada una para construir un puente entre el Cielo y la tierra. Porque Dios no es un Dios de la muerte, sino un Dios de la vida, de la vida del más allá, con su inmensa bondad, misericordia y perdón. Algunas de nosotras muy pendientes de ofrecer una misa para el aniversario de la muerte de su esposo, la Santa Misa siendo de una importancia tan grande, que solo lo comprenderemos en el Cielo. A otras se les ocurre de vez en cuando preparar un “ramillete espiritual” para el alma del difunto, formado por oraciones y sacrificios; una de nosotras tiene la foto de su marido en la habitación y le pone flores frescas cada día, al lado de las fotos de los hijos y nietos
el día de las bodas de oro que celebraron todos juntos. Todo es vida de familia, no hay fronteras para el amor y la oración, si se vive con fe y esperanza.
El amor nunca muere, es de Dios, y la oración sube y hace bajar la gracia divina sobre la humanidad. ¡Deo gratias!