Es difícil contener las ganas de indagar más cuando nos enteramos de que un actor, una cantante o un director de banco de renombre ha tenido un accidente, se ha casado con no sé quién o acaba de fallecer.
Si tratamos de profundizar en el porqué de ese encanto que suscita en nosotros el cotilleo, no cuesta encontrar ingredientes de admiración. Y a veces, por decirlo sin remilgos, también de envidia. ¿A quién no le gustaría poseer la intuición de Bill Gates, la deportividad de Rafael Nadal, la destreza empresarial de Amancio Ortega?
No creo que esa atracción sea buena o mala por sí misma. Percibir las virtudes y gracias de otros es eso: una simple percepción. Y con frecuencia desearlas no es un acto plenamente consciente, sino impulsivo. Se trata más de una reacción instintiva que de una decisión.
Lo que olvidamos, o tal vez ignoramos porque no le damos suficiente valor, es que todas esas personas –repito, todas- están allí porque se lo han ganado. Unas con más razón que otras, por supuesto, pero al fin y al cabo a ninguna les ha venido dada su posición. Todas ellas han debido mostrar mucha constancia y, a su manera, mucha exigencia.
Ningún deportista de élite llega a la cima sin sacrificios; ningún catedrático lo es sin horas y horas de lecturas previas; ninguna modelo se convierte en la diva de la pasarela sin cientos de horas en el gimnasio y maquillándose; ningún empresario conquista un mercado sin miles de intentos fallidos.
En una palabra, nadie se vuelve conocido, influyente y admirado por su cara bonita. Detrás hay mucho, mucho esfuerzo, parecido al que se le exige más adelante para permanecer en esa situación.
Cuando nos decimos cristianos, es importante recordar que forma parte de nuestra misión seguir evangelizando los cinco continentes. “Id y conquistad el mundo entero”, ordenó Jesús a sus apóstoles, y por tanto a todos los fieles que desde entonces le seguimos. Aquél no era un imperativo cruel al que debíamos obedecer ciegamente, así porque sí; era, más bien, una petición lógica, porque, ¿a quién no le gusta conocer la verdad y comentársela a aquellos que están equivocados o que nunca han tenido oportunidad de escucharla?
La virtud, definida, entre otras acepciones, como “hábito operativo bueno”, lleva su tiempo y no se adquiere sin ilusión y sin ganas de cambiar el mundo.
¿Cómo influir en las personas? ¿Cómo lograr que reparen en nosotros y en lo que podamos decirles? Desempeñando nuestro trabajo del mejor modo posible. Con ambición. El Diccionario de la Real Academia Española entiende la magnanimidad como “grandeza y elevación de ánimo”. Eso es lo que necesitamos, eso lo que, apoyados en la fe y en la oración, hemos de buscar.