La utopía nos hace soñar y, tras la fascinación que nos aprisiona …, vamos caminando una buena parte de nuestras vidas. La urbe más universal del mundo ha sido mil veces arrasada y, como el ave fénix, no cesa de renacer de sus cenizas. Las ciudades, viven en sus hombres y en las obras que éstos realizaron. Como las personas, envejecen. Algunas, al alcanzar la venerable edad en la que los recuerdos se convierten en historia, se dejan morir lentamente, gozando con la curiosidad que despiertan, con el morbo de los relatos que de ellas se relatan. Otras, luchan por seguir viviendo y se reinventan con cada amanecer.
La Tierra Santa se extiende entre el mar Mediterráneo y los desiertos que se encuentran tras el río Jordán. Cual señora indiscutible, Jerusalén se yergue en el centro, muy cerca de Masada, la fortaleza por excelencia. Rodeada de colinas peladas por el viento y el sol, su entorno tiene poco de romántico, sobre todo cuando nos enteramos que al norte, al sur y al este de sus murallas, reposan los cuerpos de muchas de las personas de que la habitaron. Tanto su construcción como su supervivencia, expresa la tozudez de los humanos que se empeñaron en edificar su refugio contra los elementos, fuera de cualquier ruta comercial.
Viajar a Jerusalén
Cuando el Imperio Romano se hizo cristiano, las damas pudientes pusieron de moda viajar a Jerusalén, ir a orar en la tierra en la que predicó Jesús. Entre ellas, una gallega, Egeria, se hizo famosa porque la descripción que realizó de los Santos Lugares, ha llegado hasta nosotros.
Jerusalén era, y es, la ciudad en la que confluyen todos los caminos del mundo. Cuando cae la luz del día, en sus calles, se mezclan de manera inseparable, la realidad y la ilusión, la virtud y el pecado, la pasión y la poesía, el odio y el amor. En ella, la luz juega con las tinieblas, construyendo espacios oníricos, que sólo existen en la mente del paseante. Recorriendo sus calles se acepta la conclusión de que, entre la vida y la muerte, sólo hay un instante. Abraham, David, Salomón, Nabucodonosor, Herodes o Elena, permitieron que les subyugara. La fuerza de sus abigarradas construcciones, hace que tu corazón se sienta para siempre prisionero de su embrujo.
La definición que, de ella, nos dejó Saladino, me parece perfecta: “Jerusalén es, Nada. Todo.” Lo es todo, porque en esta parte de la tierra acontecieron algunas de las más importantes efemérides de la historia de la Humanidad. No es nada, porque la ciudad que reivindicamos, la del siglo I de nuestra era, duerme bajo diez y ocho metros de cascotes y despojos. En el año 70, las legiones romanas de Tito, la arrasaron. De ella no quedó en pie ni un solo muro. Sus tierras y las de sus alrededores fueron aradas y se deportó a todos sus habitantes.
Piedras con historia
Después de recorrer varias veces la vía Dolorosa, me enteré que la calle original había cambiado de trazado una serie de veces. Con el Gólgota, me pasó lo mismo, pero nadie quiso reconocer que existían dudas sobre el lugar en el que originalmente se encontraba la cruz. En Getsemaní, al pie del monte de los Olivos, en la casa de los franciscanos, todavía se yerguen los árboles cuyos frutos se prensaban para fabricar aceite en tiempos de Jesús. Retorcidos, macizos y orondos; dicen que ya no dan demasiadas aceitunas, pero que las que dan, son buenísimas. Cuando recorremos sus calles, el espíritu de los personajes que la habitaron se nos aparece a cada instante, al doblar una esquina o en el nebuloso fondo de una estrecha calleja. La razón se entiende pronto. Muchas de los piedras que forman parte de las casas que integran la ciudad son las mismas que componían las antiguas residencias, tantas veces demolidas y tantas reconstruidas. Cada piedra podría narrarnos su historia, que es, a la vez, la historia de una y de mil ciudades diferentes. Su estilo ha ido cambiando con el paso del tiempo, pero su espíritu yace anclado en el siglo primero, la época en la que Jerusalén se convirtió en el centro del mundo. Recorrer sus calles, tocar sus casas, observar los rostros cetrinos de los vendedores, nos permite regresar con la imaginación a los lugares que recorrió Jesús.