En la zona de la Toscana, Roque se hospedó en la ciudad de Acquapendente y, en el hospital, se puso a servir a todas aquellas personas que estaban infectadas de la peste, logrando curaciones admirables e inexplicables.
En Roma, el pueblo había llegado a oír tanto sobre Roque, que comentaban: “Ahí va el Santo”.
Al ayudar a un enfermo que se encontraba muy grave, él se contagió de esa enfermedad y su cuerpo se cubrió con unas manchas negras y unas úlceras; se tuvo que refugiar en un bosque solitario. Allí, nació un aljibe de agua cristalina con la que él se refrescaba y sucedió que un perro, que pertenecía a una casa importante de la ciudad, comenzó a llevarle trocitos de pan a Roque y un día, su dueño siguió a su perro y, tras ver a San Roque en el mal estado en el que se encontraba, se lo llevó a su casa y le curó de sus llagas y enfermedades.
San Roque volvió a Montpellier pero, al encontrarse el pueblo en guerra, los militares le confundieron con un espía y le encarcelaron. Murió cinco años después, en la prisión, como un verdadero santo, a la edad de 32 años.