Una de las principales virtudes de los textos de Francisco I se conecta, en mi opinión, con su sencillez de vida: es capaz de fijarse en detalles aparentemente triviales, casi anodinos, del día a día y nos hace ver los muchos frutos que se pueden extraer de allí.
Por ejemplo: de un hecho tan simple como sacar la basura se deduce no sólo un comportamiento ecológico, sino también el respeto y amor por el prójimo, así como una responsabilidad social implícita. Puede sonar exagerado, aunque no lo es, ya que el detalle de guardar debidamente los restos del hogar reduce la contaminación.
Algo tan aparentemente insignificante como dejar que corra el agua mientras nos lavamos los dientes no lo es cuando consideramos que al año pueden suponer varias decenas de litros por persona. Multipliquémoslos ahora por los millones y millones de hombres y mujeres que se lavan los dientes una, dos o tres veces al día… y caeremos en la cuenta de que estamos hablando de millones de toneladas. Lo mismo ocurre con la llave abierta mientras fregamos los platos, o con los riegos desaprovechados en tantos jardines…
¿Y qué relación guarda esto con el mensaje cristiano? Mucha. Es como si nos invitaran a pasar una temporada a una casa –el planeta Tierra- y nos dedicáramos a hacerle pequeños desperfectos, con la excusa de que son eso, acciones diminutas e imperceptibles. “Muchas ciudades son grandes estructuras ineficientes que gastan energía y agua en exceso. Hay barrios que, aunque hayan sido construidos recientemente, están congestionados y desordenados, sin espacios verdes suficientes. No es propio de habitantes de este planeta vivir cada vez más inundados de cemento, asfalto, vidrio y metales, privados del contacto físico con la naturaleza” (Laudato Si, n. 44).
O sea, muchos pequeños hacen un uno muy grande. Menospreciar las cuestiones ambientales equivale a menospreciar cuestiones humanas, puesto que ambas realidades están profundamente unidas. Cuando se perjudica a la naturaleza, a lo ecológico, esto afecta también a la sociedad y se incurre en injusticias. Una actitud medioambiental negligente favorece, entre otras cosas, las desigualdades: abandonar al mundo hace que aumenten, de alguna manera, los desamparados.
Cuando atisbamos esta realidad, cuando recordamos que el Dios cristiano es creador de una naturaleza querida y regalada, un planeta al que Él mismo quiso venir hace 2000 años (algo que ahora, en Navidad, conmemoramos) es más fácil poner esmero en no deteriorarla (cfr. Laudato Si, n. 75) y en dejarla lo más cuidada posible a las generaciones que vendrán. Tal preocupación, en fin, nos hace más optimistas y esperanzados.