Pero en lugar de caer en el elogio o la crítica de las acciones de algunos políticos, cuyas ideas nos pueden parecer más o menos incoherentes -y, a menudo, irritantes-, se me ocurre volver la vista sobre nosotros mismos. O sea, aplicarnos esa inolvidable lección de Jesucristo: “¡Hipócrita! Saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad para sacar la mota del ojo de tu hermano” (Mt 7, 5). También esta otra: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!, porque devoráis las casas de las viudas, aun cuando por pretexto hacéis largas oraciones; por eso recibiréis mayor condenación” (Mt 23, 14).
Opino que existen pocos pasajes evangélicos en donde el Hijo de Dios resulte tan tajante con quienes le rodean. Sus palabras son casi violentas. Pero no le falta razón. Creo que estamos muy acostumbrados a juzgar y a calumniar a los demás, sólo que quizá en voz queda y silenciosa, rumiando las críticas en nuestro interior, cuando el hecho es que, verbalizados o no, dichas murmuraciones faltan contra el mandamiento fundamental, el del amor.
Al mismo tiempo, conviene no caer en el peligro de confundir esa orden de no juzgar (ni criticar) con la tibieza, como si Cristo nos pidiera ir por la vida con pensamiento de plastilina, asumiendo cobardemente que cualquier pensamiento da igual porque “no somos quién para sentenciar a nadie”. Pienso, entonces, que el aparente problema se resuelve de manera rápida y sencilla con la distinción pecado-pecador: se pueden y deben juzgar las acciones, aunque no al actor. El asesino comete malas acciones y merece un castigo o penitencia por eso. El ladrón puede y debe ser juzgado, el corrupto puede y debe ser denunciado, el mentiroso puede y debe ser descubierto y el adúltero puede y deber ser recriminado por sus obras. Al pan, pan; y al vino, vino.
De todas formas, la raíz del problema vuelve a estar, como casi siempre, en nuestro egoísmo. Porque lo que Cristo nos hizo ver con sus enseñanzas ver es que, en lugar de volcar nuestra mirada hacia fuera, hacia lo que los demás hacen y dejan de hacer, y en vez de distraernos con los “él más” o “yo menos”, deberíamos preocuparnos de vivir como pensamos. De mostrar coherencia entre lo que razonamos en nuestra conciencia, lo que predicamos y lo que ejecutamos… Tarea nada fácil, por supuesto. Justamente por eso la vida tiene tanto de desafío. Con la gracia de Dios –y para eso hay que pedirla día tras día-, iremos venciendo las tentaciones diabólicas de condenar a nuestros seres cercanos y no tan cercanos.