Con una entrega total al apostolado de la Palabra y de los sacramentos, «San José María Rubio vivió su sacerdocio, primero como diocesano y después como jesuita, dedicando largas horas al confesonario y dirigiendo los ejercicios espirituales formando a muchos cristianos que luego morirían mártires durante la persecución religiosa en España». Con estas palabras sintetizaba Juan Pablo II la trayectoria de santidad y apostolado del padre Rubio, cuando lo canonizó en Madrid, el 4 de mayo de 2003.
Sencillo y profundo al mismo tiempo, de temperamento retraído, serio y hasta tímido o débil, la vida del apóstol de Madrid, José María Rubio, puede sintetizarse en su famosa frase: «Hacer lo que Dios quiere y querer lo que Dios hace». Andaluz de origen, vio la luz en la villa almeriense de Dalias el 22 de julio de 1864. Hijo de una familia numerosa (13 hermanos de los que quedaron sólo seis) vivió una infancia campesina. De él dijo su abuelo: «Yo me moriré, pero el que viva verá que este niño será un hombre importante y que valdrá mucho para Dios. Aún niño, se lo llevó un tío canónigo a Almería y luego al Seminario de Granada, donde otro canónigo, Joaquín Torres Asensio, se convertiría en su autoritario protector y se lo llevará consigo a Madrid, donde José María celebró su primera misa, el 8 de octubre de 1887, en la colegiata de San Isidro.
Destinado como coadjutor a la localidad de Chinchón, donde el joven sacerdote comienza a tener fama de santo, y más tarde como párroco de Estremera, se caracteriza por su vida de oración y ayuda a los pobres y enfermos, dando cuanto tenía a los demás. Débil de carácter, en contra de su voluntad, se deja convencer por don Joaquín para presentarse a oposiciones de canónigo en Madrid, que perdió. Pero su protector obtuvo entonces que le nombraran profesor de latín del Seminario de Madrid. Ya entonces confiesa en secreto a sus amigos su deseo de ser jesuita.
Capellán de las religiosas Bernardas, comienza su fama como excelente confesor y de su austeridad y horas de entrega generosa al trabajo, además de sus catequesis a niñas pobres, su entrega a los traperos o sus tandas de ejercicios. Ya era conocido en Madrid, pues durante el estreno de la escandalosa Electra, de Galdós, cuando el público gritó contra el padre Carreño, incluyó en los insultos al «jesuita Rubio», cuando aún no había ingresado en la Compañía de Jesús.
Muerto don Joaquín, en 1908 comenzó su noviciado en Granada, siendo luego destinado a Sevilla y Manresa, donde realizó su año de Tercera Probación. Cuando los superiores le dicen que su lugar de trabajo apostólico será Madrid, pide por favor que le manden a un sitio donde nadie le conozca. Llegado a la capital, su madre acababa de morir: «Me he abrazado con la santísima voluntad de Dios, que así lo ha querido», escribió.
Su extraordinaria actividad apostólica, desde la residencia jesuítica de la calle de la Flor, le hizo en seguida buscado y admirado por todo el mundo, a pesar de carecer de las cualidades humanas de sus brillantes compañeros, como el predicador padre Alfonso Torres. Revestido de sobrepelliz y con el bonete sobre su cabeza ligeramente ladeada, despedía una luz especial, un aura invisible, un magnetismo sobrenatural. Humanamente hablando su elocuencia era un desastre, pero sus sermones cautivaban a la gente. Y es que vivía cuanto predicaba. Mientras, seguía atendiendo a algunos pueblos pequeños de la provincia de Madrid con sus provechosas misiones. Incorporado definitivamente a la Compañía con sus últimos votos, el 2 de febrero de 1917, no obtuvo el grado de profeso de cuatro votos o «estado mayor» de los jesuitas, sino el de «coadjutor espiritual». No hizo valer que era doctor en Derecho Canónico, ni habló nunca de esta humillación, debida a que no había hecho el examen ad gradum, que exigía la orden para pertenecer al grupo selecto de los profesos. Acosado por una temporada de escrúpulos, fue tomado a broma por fundar los discípulos de San Juan e incluso sometido a un registro policial acusado de crear un nuevo instituto religioso. El caso es que los superiores le prohibieron este ministerio. «No busco más que cumplir la santísima voluntad de Dios», repetía. También le quitaron de director de las Marías de los Sagrarios y de director de un boletín del Sagrado Corazón. «Debo ser tonto. No me cuesta obedecer», añadía.
Mientras, hasta tres horas había de permanecer en la fila el pueblo de Madrid para confesarse con él. Hacía esperar a las marquesas, si estaba atendiendo a una mujer pobre. Gozaba de dones místicos e incluso de capacidades sobrenaturales o insólitas como bilocación, telepatía, profecía y videncia. A veces pronosticaba el futuro, estaba a la vez en el confesonario y visitando a un enfermo, o escuchaba una llamada de socorro a distancia y hasta el aviso de una madre fallecida para ir a atender a su hijo incrédulo.
Se hizo famoso el suceso de un día de carnaval en que, llamado a llevar los últimos sacramentos a un enfermo, un grupo de juerguistas le habían preparado una trampa en una casa de citas. Uno de ellos pretendía en una cama hacer el papel de moribundo para burla y regocijo de los demás y dar ocasión de fotografiar al incauto sacerdote. Al entrar José María en el prostíbulo con la intención de atender al enfermo, descubrió que éste estaba realmente muerto. El pánico y la impresión fue tal que dos personas se hicieron religiosos poco después, entre ellos el famoso radiofonista padre Venancio Marcos.
Sin embargo, su principal labor la ejerció en los suburbios más pobres de Madrid, particularmente en La Ventilla, donde los movimientos revolucionarios encendían ya a la clase obrera. Fundó escuelas, predicó la palabra de Dios y fue formador de cristianos que llegarían a morir mártires años después. Fue consejero también de Luz Rodríguez-Casanova (-8 de enero), fundadora de las Apostólicas de Jesús, empeñadas como él en la solidaridad y evangelización de los más pobres.
Su testamento fue una charla a las «Marías de los Sagrarios», en la que les exhortó a realizar una «liga secreta» de personas que busquen la perfección en medio del mundo, con lo que se adelantaba a su tiempo y a los institutos y movimientos laicales. Presintió su propia muerte y llegó a despedirse de sus amigos. En la enfermería de los jesuitas en Aranjuez, tras haber partido en pedazos sus apuntes espirituales por humildad y después de decir «si el Señor quiere llevarme ahora, estoy preparado», «abandono, abandono» y «ahora me voy», falleció sentado en una butaca y con los ojos puestos en el cielo, el Jueves 2 de Mayo de 1929. En todo Madrid se repetía: «¡Ha muerto un santo!» Miles de personas asistieron a su entierro y ulterior traslado al templo del Sagrado Corazón y San Francisco de Borja, donde reposan sus restos en el claustro, que no han dejado de ser visitados por el pueblo de Madrid. Fue beatificado por Juan Pablo II el 6 de octubre de 1985.
El 4 de Mayo de 2003, sin haber transcurrido todavía ocho años, el mismo Juan Pablo II, en su quinta visita apostólica a España, lo canonizó en la madrileña plaza de Colón, al padre Rubio, junto con otros cuatro beatos españoles: Ángela de la Cruz (-5 de Noviembre), Pedro Poveda (-28 de Julio), Maravillas de Jesús (-11 de Diciembre) y Genoveva Torres (-4 de Enero).
«Los nuevos santos —dijo el Papa— se presentan hoy ante nosotros como verdaderos discípulos del Señor y testigos de su Resurrección».