El asunto representado, no demasiado frecuente, es la interpretación de un pasaje de la “Historia y admirable vida del glorioso Padre San Pedro de Alcántara”, escrita por fray Antonio de la Huerta, (1669) que relata cómo San Francisco de Asís y San Antonio de Padua se aparecieron para hacer de diácono y subdíacono en una misa oficiada por San Pedro de Alcántara en presencia de Santa Teresa.
El pintor ha elegido para el prodigio el momento en que el santo Franciscano da la Comunión a la gran Santa de la Contra-Reforma, ardiente de devoción, con la mano en el pecho, los labios entreabiertos y la mirada perdida en el Altísimo (entre ambos, vemos a San Antonio).
Tras adorarlo en su interior, al Señor no le pide niñerías, sino más bien remedio en las necesidades de la Iglesia. Así son sus preocupaciones:
“Padre Santo, que estáis en los cielos –le implora familiaridad-, no sois Vos desagradecido, para que piense yo dejaréis de hacer lo que os suplicamos, a honra de vuestro Hijo.
No por nosotros, Señor, que no lo merecemos, sino por la sangre de vuestro Hijo y sus merecimientos, y de su Madre gloriosa, y de tantos mártires y santos como han muerto por Vos.
¡Oh Padre Eterno! Mirad que no son de olvidar tantos azotes e injurias y tan gravísimos tormentos. Pues, Criador mio, ¿cómo pueden sufrir unas entrañas tan amorosas como las vuestras que lo que se hizo con tan ardiente amor de vuestro Hijo sea tenido en tan poco?
Estáse ardiendo el mundo, quieren tomar a sentenciar a Cristo: quieren poner su Iglesia por el suelo: desechos los templos, perdidas tantas almas, los Sacramentos quitados.
Pues, ¿qué es esto, mi Señor y mi Dios? O dad fin al mundo, o poned remedio en tan gravísimos males, que no hay corazón que lo sufra, aun de los que somos ruines,
Suplícoos pues, Padre Eterno, que no lo sufraís ya Vos, atajad este fuego, Señor, que si queréis, podéis; algún medio ha de haber, Señor mio; póngale vuestra Majestad. Habed lástima de tantas almas como se pierden, y favoreced vuestra Iglesia. No permitáis ya más daños en la Cristiandad. Señor: dad ya luz a estas tinieblas. Ya Señor, ya Señor, haced que sosiegue este mar, no ande siempre en tanta tempestad esta nave de la Iglesia, y salvadnos, Señor mio, que perecemos.”
Inspiradas palabras, tan llenas de actualidad, que parecen escritas para nuestros días. En el V centenario de su nacimiento, me propongo recitarlas, a modo de oración, especialmente en este mes de octubre, que comienza en Roma el Sínodo de los Obispos sobre la Familia, pidiendo, como ella, remedio para las necesidades de la Iglesia.
Juan Martín Cabezalero, nacio en Almadén y estudió con Juan Carreño de Miranda, pintor de corte del rey Carlos II de España. Cabezalero vivió en casa de su maestro hasta 1666. Pocos trabajos de Cabezalero han sobrevivido hasta nuestros días. Su temprana muerte le impidió cristalizar un talento que se prometía fecundo. Su estilo estuvo determinado por el modelado a base de planos de luz y la influencia de la pintura flamenca. Tradicionalmente el lienzo que nos ocupa fue atribuido al pintor de cámara Claudio Coello. Sin embargo, un reciente hallazgo documental permite adscribírselo, constituyendo su obra maestra. Murió en Madrid en 1673.