Alzado en el madero, ofreciendo su perdón con los brazos bien abiertos, avanza majestuoso Cristo crucificado. Lo llevan como enseña enlutados nazarenos con hachones encendidos, llamas que arden en sus corazones. La gente se agolpa, aguardando el paso de la procesión. Sentadas a lo largo del recorrido, a ambos lados de la empedrada calzada, distinguidas damas con abanicos en la mano, lucen mantillas negras sobre ricos vestidos de seda: es Jueves Santo y en horna del Rey de reyes, llevan sus mejores galas. Los hombres de pie, detrás de ellas, ceñidos a la pared, también de etiqueta, asisten con admiración y respeto.
Va cayendo la tarde, y el cielo se tiñe de rojo. Al fondo, en medio de un bosque de cirios, bajo palio, al Cristo le sigue la Virgen, doloosa, bañadas sus mejillas con lágrimas de brillantes, entre vítores y aplausos de incontenida emoción. En breve se hará la noche, para que sólo la luz de Cristo brille, junto a cirios y faroles, proyectándose en las sombras y ablandando corazones.
ALFRED DEHODENCQ nació en París en 1822. Tuvo como maestro a León Cogniet. Era un gran admirador del movimiento romántico y apasionado por la obra de Géricault y Delacroix. En 1849 visitando Madrid, le impresionó profundamente el Museo del Prado y en él, la pintura española del siglo de Oro, en especial Velázquez y Goya. Conoce al duque de Montpensier, que le lleva a Sevilla al año siguiente, y le da como primer encargo, para su Palacio de San Telmo, plasmar, en dos grandes cuadros, el peculiar carácter religioso y festivo del español. El artista lo materializó en las dos manifestaciones populares más genuinas y típicas –aparentemente antagónicas-, del carácter andaluz: la Semana Santa y el baile flamenco. En este lienzo, el pintor representa el paso de una procesión (probablemente la que antecedió al Calvario) durante la celebración de la Semana Santa sevillana por la calle de Génova (hoy Avenida de la Constitución). Murió en París en 1882.