Si la fe es el punto de partida e inicio de la experiencia cristiana, si la caridad es, en sí misma, la virtud mayor (1 Cor 13,13), la esperanza es la virtud primera del homo viator, en su peregrinar terrestre. Caminamos hacia el fin de los tiempos, entendido no como catástrofe, sino como plenitud y culminación de la historia. Este peregrinaje comienza ya ahora, completamente bajo la promesa de Dios, pero confiado completamente a la responsabilidad del hombre. “El peregrino sabe que ‘aquí abajo no tenemos una ciudad estable’ (Heb 13,14), por lo cual más allá de la meta inmediata del santuario, avanza a través del desierto de la vida, hacia la tierra prometida”. Esta dimensión escatológica de la peregrinación terrenal hace exclamar a Bonhoeffer: “Dichosos los que, habiendo reconocido, la gracia de Dios en Jesucristo, pueden vivir en el mundo sin perderse en él; aquellos que en el seguimiento de Jesucristo están tan seguros de la patria celeste que se sienten realmente libres para vivir en el mundo”.
Renovar y actualizar Vínculos
Si una de las metas comunes a la Cristiandad occidental fue durante siglos la Ciudad del Apóstol a través del Camino de Santiago, el reencuentro con la experiencia de la peregrinación servirá para renovar y actualizar los vínculos comunes, forjar la espiritualidad del nuevo milenio y lograr una vivencia personal interior animada por una sensibilidad solidaria y una cultura abierta y moderna donde germinen los valores universales.
Las peregrinaciones que llegaban a la Catedral hacían generalmente su entrada por la puerta Francígena ó Francesa, que era la de Azabachería, recogiendo el torrente de peregrinos que bajaban por la calle del mismo nombre. Otros descendían hasta la actual Plaza del Obradoiro y hacían su entrada por la puerta oeste, por el Pórtico de la Gloria. Allí iban a encontrar un mundo mezclado de escultura y teología presidido por Cristo y Santiago que los recibían, junto con todo un conglomerado de otras figuras, con una clara intención docente y teológica, en el mejor sentido medieval.
Era una escultura simbólica, que es esencia exclusiva del hombre y su capacidad para entenderla, porque el símbolo es indestructible a través de los tiempos, lo eleva hacia lo espiritual, hacia la luz y el conocimiento; porque es transhistórico y transreligioso. El hombre medieval, y el actual, perdía y pierde su corporalidad ante tan insigne obra para volverse un ser profundamente espiritual, en palabras de Unamuno ".. ante esta obra no cabe hacer literatura, sino rezar …". El hombre medieval y la escultura románica son profundamente simbólicos y teológicos, porque se realiza dentro de una sociedad cristianizada, cristocéntrica, ligada a la Biblia, que era el aprendizaje, el alimento espiritual de la Edad Media. El símbolo nos acoge en el Pórtico de la Gloria aferrándose a sus capiteles, a sus arquivoltas, a sus arcos, a su tímpano, presentando y suscitando lecturas diferentes. La escultura del Pórtico de la Gloria expresada en piedra es silencio, absorción y concentración en una literatura estática y muda, que no distrae la atención en su lectura.
Apocalipsis de San Juan
El símbolo fundamental de la obra es la Parusía (segunda venida de Cristo), que pondrá fin a la historia. Lo hace con literatura apocalíptica, interpretando la vida en otro orden. Fundamenta su exposición en el Apocalipsis de San Juan, que significa Revelación (etimológicamente) del conocimiento oculto para entender lo absoluto por claves en símbolos.
Allí se encuentra la puerta como paso al otro mundo (la Gloria), a otra estancia, La elevación de lo mundano a lo divino, como vestíbulo de la morada divina, de acceso al santuario celeste. En el centro del tímpano está Cristo resucitado que enseña las llagas, como cordero de pie y degollado, centro de todo el credo cristiano. Es juez soberano, rey con su corte, redentor y palabra de Dios. A su lado los cuatro evangelistas, notarios neotestamentarios de su palabra, con los animales totémicos que los identifican (el buey, el león, el águila y el hombre). Los 24 ancianos rodean en la arquivolta toda la escena, como corte y senado, como el poder de los mayores, de los ancianos creyentes que alaban a Dios con sus cántico celestial. Entre ellos y los evangelistas está el pueblo redimido, que son los gentiles y judíos que han alcanzado la Gloria después de la Redención. Son una multitud genérica y universal que rompe fronteras y espacios, incapaz de ser contada. Debajo, en la base del tímpano, los ángeles portadores de los instrumentos de la Pasión, que justifican con su presencia al cordero degollado.
Las columnas laterales muestran el mundo del Antiguo y Nuevo Testamento, en representación presente de Profetas y Apóstoles, como piedras angulares que sostienen la Casa de Dios, la Gloria, con Cristo como referente absoluto. En el centro, la columna que hace de parteluz, explica la genealogía humana de Cristo, con Jessé, David, Salomón y la Virgen. El capitel de la columna muestra su genealogía divina, con el Hijo en el regazo del Padre y el Espíritu Santo en la parte superior de la escena. Sobre ellos, Santiago, que recibe a los peregrinos con benéfico semblante, ofreciéndoles la gloria eterna después de tan larga caminata.
El arco izquierdo está poblado por los hijos de Israel, que fieles a la promesa mesiánica esperan la llegada de Cristo, que aparece para rescate de los creyentes en la clave del arco entre Adán y Eva , bendiciendo con una mano y en la otra un libro. En el arco derecho está la separación de réprobos y escogidos, según sus obras. Es el Juicio Final, donde Dios Padre y San Miguel separan y juzgan a la humanidad. Un juicio salvífico que pondrá las cosas en su lugar, como nos dice el Papa Ratzinger en la enciclica Spes Salvi.