poco después de nacer, partió hacia Shkoder, seguramente porque su padre, un político conocido en su época, formaba parte de la minoría albanesa. Perteneciente a una familia acomodada y católica, su primera infancia debió ser feliz. Animada por su madre, mujer de profunda religiosidad, desde muy temprano se despertó en ella la vocación religiosa. Siendo muy niña empezó a ayudar a los menesterosos, tras ingresar en la Congregación Mariana de las Hijas de María. Conmocionada por la lectura de los recuerdos de un misionero jesuita, partió hacia Dublín. Deseaba ingresar en la Congregación de Nuestra Señora de Loreto[1] y marchar a la India, entonces parte del Imperio Británico, a ayudar a las gentes que se morían de hambre.
Embarcó rumbo a Bengala y, en aquella ciudad, estudió magisterio. Profesó con el nombre de Teresa. Eligió el nombre deslumbrada por el ejemplo de Santa Teresa de Lisieux, la santa que, nacida en Alençon (Francia), pasó su vida penando por hacer sus votos para entregar su vida por "Amor a Dios".
Tras hacer sus votos pasó veinte años enseñando a los niños pobres en el Colegio de St. Mary´s High School de Calcuta.
La miseria la impactó
Algunas personas pasan su vida buscando su lugar, nunca lo encuentran; Agnes tenía claro lo que deseaba hacer y estaba dispuesta a no descansar hasta lograrlo. Descubrió como las ratas se comían a una mujer moribunda apoyada en medio de una calle. Más tarde encontró otros ancianos que se hallaban en la misma situación. La miseria de aquellas gentes comenzó a obsesionarla. No sólo porque morían entre tremendos dolores en medio de la podredumbre de unas calles por las que corrían, tal si fueran ríos, todas las miserias humanas. No le dolía el alma, únicamente, por el dolor que producía la soledad y la muerte de aquellos hermanos, sino que sufría por aquellos seres que, de tanto penar, habían perdido la dignidad y el orgullo de ser humanos.
Solicitó a Pío XII licencia para abandonar la orden y entregarse por completo al cuidado de los menesterosos. Enérgica y convencida de su razón, insistió una y otra vez en sus propósitos. El mensaje, que pretendía convertir en lema de su labor, era:"Quiero llevar el amor de Dios a los más pobres de los pobres; quiero demostrarles que Dios ama al mundo y que les ama a ellos".
En 1948, la India logra su independencia, ese mismo año ella logra permiso provisional del Vaticano para emprender su labor. Son momentos duros para un país sometido a una tremenda crisis poscolonial. En 1950, cuando aún estaba estudiando enfermería con la Congregación de las Hermanas Misioneras Médicas de Patna, logró montar su primer centro. En él atendía a miles de desheredados y moribundos sin reparar a la religión a la que pertenecían.
Ese mismo año adopta la nacionalidad india. "Para nosotros no tiene la menor importancia la fe que profesen las personas a las que prestamos asistencia. Nuestro criterio de ayuda no son las creencias, sino la necesidad. Jamás permitimos que nadie se aleje de nosotros sin sentirse mejor y más feliz, pues hay en el mundo otra pobreza peor que la material: el desprecio que los marginados reciben de la sociedad, que es la más insoportable de las pobrezas."
La monja de las cloacas
Tremendamente humana, bondadosa, tierna y misericordiosa, poseía la fortaleza de los débiles y la empatía de los líderes. Sus ojos, pequeños, profundos y brillantes son quienes mejor explican su honestidad y su perseverancia. Se sentía albanesa, pero amaba con pasión a la India. Quienes estaban cerca de ella la llamaban, con cariño, "la monja de las cloacas". Su pasión era que el bien llenara los oscuros huecos generados por el hambre y la miseria, en un país en el que las desigualdades no dejaban de crecer.
De su escasa estatura, de su voz apagada, de la aparente fragilidad de su persona se puede extraer una imagen equivocada. Sabía lo que deseaba hacer y lo hacía. En una ocasión, Pablo VI la regaló un descapotable blanco, que le había donado la Comunidad católica. Ella montó un concurso con el coche y con el dinero que sacó puso una leprosería.
Con el paso del tiempo su obra fue cobrando notoriedad y se fue extendiendo por el mundo. Una de sus primeras acciones fue convencer al Papa, Juan Pablo II para que abriera un asilo para indigentes en el Vaticano. Actualmente, la orden que fundara, las Misioneras de la Caridad, reúne a más de 4.500 monjas en más de 130 países. A ellas, hay que añadir los muchos colaboradores con los que cuenta su obra.
Aquella menuda monja, siempre ataviada con un sari blanco con cintas azules, se hizo famosa. Su prestigio moral no dejaba de crecer. En 1975, la Santa Sede la nombra representante suya en la Conferencia Mundial de las Naciones Unidas, en Méjico. Allí, ante los diplomáticos de todo el mundo reunidos alrededor de una gran sala, defendió su ideario por encima de las Organizaciones. En 1979 recibía, como premio a la labor de toda una vida de servicios a sus semejantes, el Nobel de la Paz.
A su pesar, en 1982, se vio envuelta en la política internacional. Juan Pablo II la designó mediadora en el conflicto del Líbano. No logró grandes resultados, la situación era imposible.
A partir de 1989 la salud le abandonó. Tuvo que implantarse un marcapasos. Su intensa vida comenzaba a pasarle factura.
Referencia del siglo XX
Su apasionado amor no la libró de las dudas. En 1959, rodeada de maldad y miseria por todas partes, escribió unas emotivas palabras que la hacen más humana, más actual, más viva. "Incluso en lo más profundo no hay nada, excepto vacío. Llamo, me aferro, quiero, pero nadie me responde, nadie a quien agarrarme, no, nadie. Sola ¿dónde está mi fe? Tantas preguntas sin responder viven dentro de mí, con miedo a destaparlas por la blasfemia. Si hay Dios, por favor, perdóname." Magnífico grito que a muchos nos sirvió, años más tarde, de ayuda. Desde ese momento ella se convirtió en una referencia para un siglo, herido por el dolor y la guerra.
Su patria chica la recuerda. El aeropuerto internacional de Albania lleva su nombre. Igual que una plaza de Tirana, donde un monumento rememora su heroica gesta.
Estamos ante el primer domingo de septiembre, cuando el verano comienza a decaer, los árboles cobran ese tono amarillo rojizo, que convierte los valles y las laderas de los montes en paisajes de ensueño y los campos amarillos comienzan a reclamar la bendición de la lluvia. Es el tiempo en el que los albaneses comienzan a preparar la recogida de la vid, un ciclo importante para su vida. Esa es la fecha que el Papa Francisco eligió para canonizar a la más famosa de las mujeres albanesas. A la que la historia bautizó con un nombre exótico y lejano, aunque su corazón jamás olvidara su pequeña patria. A la madre Teresa de Calcuta.
[1]Conocidas como “Irlandesas”