San Fabián, Sumo Pontífice
Sucedió en el papado a San Antero y gobernó la Iglesia unos quince años (236-250), hasta la persecución de Decio, durante la cual sufrió el martirio. Fue sepultado en el cementerio de San Calixto, donde se lee su epitafio. — Fiesta: el 20 de enero, junto con la de San Sebastián. Misa propia.
Sabemos muy poca cosa de este pontífice. Pero figura en el Catálogo Liberiano y en el Liber Pontificalis, y nos hablan de él San Cipriano de África, San Jerónimo y el historiador Eusebio de Cesarea. Este último refiere que en una ocasión en que Fabián regresaba del campo con algunos amigos, la multitud de los cristianos se hallaba congregada para la elección de nuevo Papa. Nadie pensaba en él, cuando una paloma vino a posarse sobre su cabeza. Lo muchedumbre, conmovida por el hermoso espectáculo, empezó a gritar y repetir: «¡Fabián, pontífice!». Y él no tuvo más remedio que acceder.
El Liber Pontificalis lo hace natural de Roma, aunque alguna tradición le atribuye procedencia extranjera. Es también legendaria la atribución que se le adjudica de tres cartas de la colección llamada del Seudo-Isidoro y del decreto 21 del Código de Graciano.
De su pontificado, pueden reseñarse varias cosas hermosas y notables. Menciónanse algunos edificios mandados erigir por él encima de los cementerios o catacumbas, aprovechando, por cierto, un período de tranquilidad que gozó la Iglesia después de la persecución de Maximino Tracio.
Distribuyó los distritos urbanos a los siete diáconos, para que fuese mejor atendida la beneficencia y estuviesen bien administrados los fondos de la Iglesia. Medida que estuvo en vigor durante muchos siglos y que señala los comienzos de las regiones eclesiásticas y de la administración religiosa.
Instituyó también siete subdiáconos, para que recogiesen y archivasen las actas y gestas de los mártires, redactadas asimismo por siete notarios. En toda esa organización podemos ver un esquema oficial del clero, necesario para el ordenado ejercicio del culto y de la caridad cristiana.
Fue el suyo un tiempo de controversias teológicas, especialmente en Roma. Uno de los efectos que las ocasionaron fue el cisma llamado de Novaciano, que estalló en el pontificado siguiente (el de San Cornelio), pero se había incubado durante el del Papa Fabián, gracias tal vez a la bondad y dulzura del Pontífice.
En efecto, Novaciano, de Roma, y Novato, de Cartago, íntimos amigos, defendieron un error de tipo puritanista, enfrentándose con el criterio del Papa Cornelio. Sus numerosos adeptos eligieron Papa a Novaciano.
Duró el cisma poco tiempo. Consistía el error en acusar de indulgente al Papa con respecto a los lapsos, es decir, a los caídos en apostasía u otro pecado enorme, y en propugnar que la Iglesia no había de estar integrada más que por personas puras (cátaros), no debiendo ni pudiendo ser readmitidos en su seno los que pecaban después del Bautismo, pues el poder de perdonar no pertenecía más que a Dios.
Ahora bien: la rebelión de Novaciano no obedecía a una razón doctrinal, sino a una razón moral y síquica. Novaciano era un escritor brillante, que en tiempo de San Fabián había dado a luz un tratado sobre la Trinidad —no de gran valor teológico, por cierto—, con el cual quiso refutar doctrinas heréticas gnósticas; pero, a pesar de su magnífico estilo y de su buena intención en este caso, se caracterizaba por su índole altanera.
El Papa Fabián, prendado de su ingenio, dejó que fuese ordenado presbítero, confiando en los buenos servicios que podía prestar a la Iglesia. No pensó que sus defectos pudieran hacer de él un antipapa. Así fue, sin embargo. Su espíritu soberbio y ambicioso le convirtieron en tal, cuando, en 251, en vez de su propia elección, vio que era elevado al solio pontificio San Cornelio.
Fuera del ámbito de Roma, intervino Fabián en la deposición del obispo africano Privato, y mantuvo correspondencia con Orígenes, el gran pensador y exegeta de Alejandría, que quería justificar algunos puntos controvertidos de su doctrina.
Atribúyesele asimismo el primer envío de misioneros a las Galias.
En el orden litúrgico-sacramental, fue Fabián el pontífice que mandó fuese quemado y renovado todos los años, en Jueves Santo, el santo crisma. Además, hizo cinco ordenaciones, todas en el mes de diciembre, en las cuales creó veintidós presbíteros, siete diáconos y once obispos para diversas diócesis.
La efigie de San Fabián aparece en los plafones pictóricos de la Capilla Sixtina, y la antigua cristiandad le tributó una veneración saturada de simpatía.
San Sebastián
San Sebastián, a quien se dio renombre de defensor de la Iglesia por las maravillas que obró en defensa de la fe, nació en Milán, de padre narbonés y de madre milanesa, aunque establecidos en Narbona, ciudad de Langüedoc (Francia). Criaronle con gran cuidado en la religión cristiana y en la piedad.
Su dulzura, su prudencia, su apacible genio, su generosidad y otras cien bellas prendas que le adornaban, como dice San Ambrosio, le dieron presto á conocer en la corte de los emperadores. En poco tiempo fue uno de los favorecidos del emperador Diocleciano, que le nombró por capitán de la primera compañía de su guardia pretoriana. Aunque Sebastián se abrasaba en un encendido deseo del martirio, le pareció que debía de moderar su ardor conservándole como escondido debajo del traje de soldado; porque, al mismo tiempo que su empleo le hacía tan distinguido en la corte, le ofrecía también muchas ocasiones de hacer grandes servicios á la Iglesia, socorriendo y alentando á los cristianos que eran perseguidos. En esto empleaba su autoridad y sus bienes, sin perdonar trabajos ni fatigas.
Animaba con sus exhortaciones y socorría con sus limosnas á los gloriosos confesores de Cristo, de los cuales estaban llenas las cárceles y calabozos. Mantuvo á muchos que titubeaban en los tormentos, y fortaleció á no pocos que desmayaban á vista de los suplicios. Era el S apóstol de los confesores y de los mártires; y si parecía que en cierta manera desperdiciaba las vidas de los innumerables que envió al Cielo delante de sí, seguramente no fue por perdonar á la suya. Tan lejos estaba de pretender reservarla, que cada día la exponía.
La muerte de cada mártir de los que Sebastián alentaba, acompañándolos hasta el cadalso, era un nuevo sacrificio que hacía de su propia vida. Cada instante la renunciaba, por que los demás no renunciasen la fe de Jesucristo. Fueron presos por la fe dos hermanos y caballeros romanos, llamados Marco y Marceliano. Después de haber vencido gloriosamente la tortura, iban á ser degollados, cuando su padre Tranquilino y su madre Marcia, ambos gentiles, acompañados de las mujeres y de los hijos de los dos confesores de Cristo, se echaron á los pies del juez Cromacio, y con sus ruegos y lágrimas obtuvieron de él que se difiriese la ejecución de la sentencia por espacio de treinta días. En este intermedio no perdonaron á súplicas, á caricias, á halagos, á gemidos, en fin, á todos los medios que pueden inspirar el amor y la ternura para mover á un corazón blando y generoso; haciendo tanta impresión en los de Marco y Marceliano, que, casi vencidos con la fuerza de tan continua y tan terrible batería, comenzaban á mostrarse sensibles á las lágrimas. Lo advirtió San Sebastián, que los visitaba con frecuencia, y llegó tan á tiempo su socorro, bendiciendo Dios el gran talento de persuadir de que le había dotado, que no sólo sostuvo los ánimos que ya comenzaban á flaquear, sino que en aquellos pocos días convirtió á la fe de Jesucristo á Nicóstrato, oficial de Cromacio; a Claudio, alcaide de la cárcel; á sesenta y cuatro presos, y, lo que es más admirable, al padre, a la madre, á los hijos y á las mujeres de Marceliano y de Marco. A la verdad, tan asombrosas conversiones no se podían hacer sin muchos y grandes milagros.
Una luz les llenó de admiración y de alegría
Cuando San Sebastián estaba animando á los dos santos confesores en casa de Nicóstrato, donde los habían como depositado con fianzas, se dejó ver en la sala una brillante luz, que llenó á los circunstantes de admiración y de alegría. En medio de ella se apareció el Señor, acompañado de siete Ángeles, y acercándose á Sebastián le dio ósculo de paz, prometiéndole que siempre estaría con él. Así refiere San Ambrosio esta maravilla. Zoé, mujer de Nicóstrato, oficial de Cromacio, que estaba muda mucho tiempo había, entró en la prisión y, arrojándose á los pies de San Sebastián, le pidió por señas que la curase. El santo capitán elevó su corazón á Dios, y haciendo la señal de la cruz en la lengua, Zoé recobró el uso de ésta, y sus primeras palabras fueron una ferviente confesión de fe cristiana. Todos aquellos neófitos que padecían alguna enfermedad ó indisposición corporal, recibieron la salud del cuerpo al mismo tiempo que por el bautismo recibían la del alma. Pero el mayor de todos los prodigios fue la conversión de Cromacio, vicario del prefecto. Mandó llamar á Tranquilino para saber si sus hijos se habían dejado persuadir de sus lágrimas; pero quedó admirado cuando supo que el mismo Tranquilino se había hecho cristiano. Mis hijos, respondió Tranquilino, son dichosos, y yo también lo soy desde que Dios me abrió los ojos del alma para conocer la verdad y la santidad de la religión cristiana, fuera de la cual no hay salvación.—¿Conque tú también, al cabo de tus años, le interrumpió Cromacio, te has vuelto loco?—No, señor, le respondió el santo anciano; antes bien nunca tuve entendimiento ni juicio hasta que logré la dicha de ser cristiano. Porque no hay mayor locura que preferir, como yo lo había hecho hasta aquí, y como tú lo estás haciendo el día de hoy, el error á la verdad y la muerte eterna á una vida de pocas horas.— ¿Y te atreverás, le preguntó Cromacio, á probarme concluyentemente la verdad de la religión cristiana?—¡Y cómo que me atreveré, respondió el nuevo apóstol, con tal que quieras prestar oídos dóciles y humildes á lo que Sebastián y yo te dijéremos!—No duró mucho la conversación, porque con pocas palabras quedó Cromacio convencido y convertido. Siguióse á la conversión de Cromacio la de toda su familia, y cuatrocientos esclavos recibieron el bautismo y fueron puestos en libertad. Pero, enfureciéndose cada día más en Roma la persecución, se tuvo por conveniente que Cromacio, después de haber renunciado el empleo que tenía, se retirase á una casa de campo, que servía de asilo á los fieles perseguidos. Todos los cristianos persuadían á San Sebastián que también se retirase á ella. Pero este héroe de la fe les pidió con tales instancias que le permitiesen quedarse en Roma para animar y socorrer á los muchos fieles que estaban en las cárceles, y supo proponer al Santo Papa Cayo tales razones, que éste le dijo: Quédate en buen hora, hijo mío, en el campo de batalla, y en traje de oficial del emperador sé glorioso defensor de la Iglesia de Jesucristo. Presto se conoció cuan necesaria era su presencia para socorro y aliento de los santos mártires. La primera que recibió la corona del martirio fue Zoé: siguióla poco después Tranquilino, Nicóstrato, su hermano Castor; Claudio, el alcaide de la cárcel; Sinforiano su hijo, y su hermano Victorino, después de haber sufrido muchos tormentos, fueron conducidos á Ostia y precipitados en el mar. Tiburcio, hijo de Cromacio, fue degollado; Cástulo, oficial del emperador y celosísimo cristiano, fue enterrado vivo. Marco y Marceliano, amarrados á un 5 tronco, fueron cubiertos de saetas.
Sebastián convertía á los gentiles
Después que estas gloriosas víctimas, preciosos frutos del celo de San Sebastián, fueron inmoladas a Dios vivo, parecía tiempo que el héroe de Jesucristo consumase en fin su sacrificio. Torcuato, infeliz apóstata de la religión, fue el que dio parte a Fabián, sucesor de Cromacio, que era Sebastián el que convertía á los gentiles, y el que mantenía en la fe a los cristianos. No se atrevía Fabián á mandarle arrestar, por el elevado empleo que ocupaba en palacio, hasta dar parte al emperador, informándole de la religión y del celo ardiente del primer capitán de sus guardias. Asombrado Diocleciano de lo que oía, mandó luego llamar á Sebastián , y con las expresiones más sentidas le acriminó su ingratitud, sobre todo por haber intentado irritar la cólera de los dioses, contra el emperador y contra el imperio, introduciendo hasta en su mismo palacio una religión (como él decía) tan perniciosa al Estado. Respondió Sebastián con el mayor respeto, que, a su modo de entender, no podía hacer servicio más importante al emperador y al imperio que adorar á un solo Dios verdadero; y que estaba tan distante de faltar á su deber por el culto que rendía á Jesucristo, que antes bien nada podía ser tan ventajoso al príncipe y al Estado como tener vasallos fieles que, menospreciando a los dioses falsos, hiciesen oración incesantemente al Soberano Señor y Creador del Universo por la salud del emperador y del imperio. Irritado el emperador con esta generosa respuesta, mandó al instante, sin esperar otra forma de proceso, que Sebastián fuese llevado al centro de un campo y amarrado a un tronco, y fuese asaeteado por los mismos soldados de la guardia de arqueros númidas. Fue ejecutado sin remisión esta cruel sentencia, y fue cubierto el glorioso confesor de Cristo de una espesa lluvia de saetas, dejándole por muerto sus verdugos. La noche siguiente fue á buscar el santo cuerpo para darle sepultura una devota mujer, llamada Irene, viuda del santo mártir Cástulo, y quedó gozosamente admirada y sorprendida hallándole todavía vivo. Hízole llevar secretamente a su casa, donde dentro de poco tiempo sanó perfectamente de todas sus heridas. Instábanle los fieles para que se retirase; pero Sebastián, lejos de rendirse á sus solicitudes, fue a buscar á Diocleciano, y esperándole en una escalera, que llamaban el mirador de Heliogábalo: ¿Es posible, señor, le dijo con valor y con respeto, que eternamente os habéis de dejar engañar de los artificios y de las calumnias que perpetuamente se están inventando contra los pobres cristianos? Tan lejos están, gran príncipe, de ser enemigos del Estado, que no tenéis otros vasallos más fieles, y que únicamente a sus oraciones sois deudor de todas vuestras prosperidades. Atónito el emperador al ver y al oír hablar a un hombre que ya tenía por muerto: ¿Eres tú, le preguntó, el mismo Sebastián a quien yo mandé quitar la vida condenándole a que fuese asaeteado? Sí, señor, respondió el Santo, el mismo Sebastián soy, y mi Señor Jesucristo me conservó la misma vida para que en presencia de todo este pueblo viniese ahora á dar público testimonio de la impiedad y de la injusticia que cometéis persiguiendo con tanto furor a los cristianos. Enfurecido Diocleciano, mandó que le llevasen al circo o hipódromo de su palacio, y que allí fuese públicamente apaleado hasta que expirase. Así se ejecutó; y con este cruel suplicio pasó su alma a recibir en el Cielo la corona del martirio el día 20 de Enero, hacia el año 288.
Queriendo los paganos impedir que se diese sepultura al cuerpo del Santo Mártir, le arrojaron en una cloaca; pero no les valió su precaución, porque el santo cuerpo quedó pendiente de un garfio, y el mismo San Sebastián se apareció aquella noche a una señora de mucha virtud, llamada Lucina ó Licinia, y la mandó que sacase su cuerpo y le enterrase en el cementerio subterráneo, llamado las catacumbas, al pie de los sagrados cuerpos de los apóstoles San Pedro y San Pablo. Hoy elevase sobre su tumba una de las siete basílicas de Roma, y sobre la cloaca donde quedó su santo cuerpo abandonado existe la hermosísima iglesia de San Andrés del Valle, notable, entre otras cosas, por sus bellísimas pinturas. En una capilla lateral se conservan sus restos en una urna. Parte de ellos están en Francia en Nuestra Señora de Soissons y Nuestra Señora de Moret, diócesis de Meaux. Fue San Sebastián uno de los más ilustres mártires que tuvo Roma en el siglo iii, después de nuestro español San Lorenzo. Conocida es la obra del cardenal Wiseman, Fabiola, donde es celebrado el valor y triunfo de San Sebastián. Es invocado como abogado contra la peste, por la experiencia que se ha tenido de su favor para con Dios contra esta calamidad. Así lo experimentaron, Roma en el año 680, Milán en 1575 y Lisboa en 1599. También es cosa muy antigua que la Iglesia romana invoque la protección del Señor contra los enemigos de la fe por medio de San Jorge, San Mauricio y San Sebastián.