Nació en el pueblo de Alpandeire, Málaga (España), el día 24 de junio de 1864 de padres humildes y trabajadores. Al ser bautizado, el 29 del mismo mes, recibió los nombres de Francisco Tomás de San Juan Bautista. En el seno de la familia recibió la primera educación humana y cristiana. Ya desde temprana edad Francisco Tomás ayudó a sus padres en las rudas tareas del campo, que le sirvieron para forjar su carácter impulsivo y como experiencia en su vida concreta; era muy amante del silencio y de la sobriedad y, al mismo tiempo, alegre, bondadoso y familiar con todos. Así fue creciendo en él una singular preocupación y sensibilidad por los pobres, con los que compartía momentos de frugal convivencia.
Era de un conducta ejemplar y muy constante en la participación de la Eucaristía y en el rezo mariano del rosario; fiel en el cumplimiento de las obligaciones propias de su estado laical y, aun careciendo de una gran cultura, era plenamente consciente de los problemas de su tiempo, a saber, de la sublevación cubana, de los tiempos de la guerra civil carlista y de la restauración de la primera República, cuyos efectos fueron también muy notorios aun en las realidades periféricas del pequeño pueblo.
Siendo joven, vivió un período de noviazgo, hasta que, cumplido el servicio militar, durante las fiestas de la beatificación del capuchino Diego José de Cádiz, maduró la decisión de seguir el ideal franciscano, ingresando como hermano en la misma Orden. Después de haber superado algunas dificultades e incomprensiones, al cumplir los 35 años de edad entró en el convento de Sevilla, en donde se le impuso el nombre de Leopoldo.
Trasladado posteriormente al convento de Granada, allí emitió su profesión solemne, permaneciendo siempre cómo hermano laico. Fue sobre todo en esta ciudad, después de haber pasado breves intervalos en otros lugares, donde se desarrolló su vida, tejida de oración y de humilde servicio, de espíritu de comunión y de santa alegría, de obediencia y pobreza. Inmerso en un vigoroso y sereno espíritu de contemplación y de entrega, y atraído por el constante clima de la presencia de Dios, a quien en todo momento percibía con fervor y gratitud, el hermano Leopoldo luchó con todas sus fuerzas por encarnar en sí mismo, con sencillez y coherencia, la conducta del Pobrecillo de Asís, cuya Regla había interiorizado perfectamente.
En su espiritualidad resplandece la perfecta y total normalidad de vida. No se manifiestan en él ni especiales dotes humanas ni maravillosos carismas espirituales, sino una sencilla e interior conversación diaria con Dios, al que consideraba como un amigo y maestro, como fuente de vitalidad y fin de toda acción. «Todo por amor de Dios» eran las palabras que fluían con mayor frecuencia de sus labios: y es que, en realidad, en toda circunstancia consideró el amor de Dios como la mayor de las virtudes.
Entre las responsabilidades que le fueron encomendadas en las varias comunidades por las que pasó, se distinguen los oficios de hortelano, portero, sacristán y, especialmente, limosnero, actividad que cumplió con graves riesgos personales en los angustiosos años de la guerra civil, logrando acercarse a muchas personas de cualquier estado y condición, que en sus muchas dificultades acudían a él de buen grado en busca de consejo: su amabilidad y su autenticidad transmitían inmediatamente el sentido de una profunda y esencial espiritualidad y disponían los corazones de quienes recurrían a él a abrirse y a escucharlo. Los dolores y las preocupaciones de todos encontraban acogida en su corazón, y especialmente la caridad hacia los pobres y afligidos, notas que lo caracterizaban desde su juventud.
En el silencioso ritmo de su vida diaria se cumplía una progresiva transformación a imagen de Jesucristo crucificado.
Durante uno de sus recorridos para pedir la limosna, fray Leopoldo, ya anciano, resbaló por las escaleras de un bloque de pisos, sufriendo la fractura del fémur, que lo dejó inmóvil por tres años. Agravado por afecciones pulmonares y molestias abdominales, el día 9 de febrero del año 1956 descansó piadosamente en el Señor. Una gran multitud acudió a su funeral, dando testimonio de la fama de su santidad en el pueblo.
Fue beatificado el año 2010, y de él dijo Benedicto XVI: «La vida de este sencillo y austero Religioso Capuchino es un canto a la humildad y a la confianza en Dios y un modelo luminoso de devoción a la Santísima Virgen María. Invito a todos, siguiendo el ejemplo del nuevo Beato, a servir al Señor con sincero corazón, para que podamos experimentar el inmenso amor que Él nos tiene y que hace posible amar a todos los hombres sin excepción».