Todo el Pueblo fiel es convocado para ponerse en marcha y adorar a su Dios que es “compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad”[1].
También nosotros queremos hacernos eco de este llamamiento; queremos volver al corazón misericordioso del Padre. En este tiempo de gracia, que hoy comenzamos, fijamos una vez más nuestra mirada en su misericordia. La cuaresma es un camino: nos conduce a la victoria de la misericordia sobre todo aquello que busca aplastarnos o rebajarnos a cualquier cosa que no sea digna de un hijo de Dios.
La cuaresma es el camino de la esclavitud a la libertad, del sufrimiento a la alegría, de la muerte a la vida. El gesto de las cenizas, con el que nos ponemos en marcha, nos recuerda nuestra condición original: hemos sido tomados de la tierra, somos de barro. Sí, pero barro en las manos amorosas de Dios, que sopló su espíritu de vida sobre cada uno de nosotros y lo quiere seguir haciendo; quiere seguir dándonos ese aliento de vida, que nos salva de otro tipo de aliento: la asfixia sofocante provocada por nuestros egoísmos; asfixia sofocante generada por mezquinas ambiciones y silenciosas indiferencias, asfixia que ahoga el espíritu, reduce el horizonte y anestesia el palpitar del corazón.
Aliento de la vida de Dios
El aliento de la vida de Dios nos salva de esta asfixia que apaga nuestra fe, enfría nuestra caridad y cancela nuestra esperanza. Vivir la cuaresma es anhelar ese aliento de vida, que nuestro Padre no deja de ofrecernos en el fango de nuestra historia.
El aliento de la vida de Dios nos libera de esa asfixia de la que muchas veces no somos conscientes y que, incluso, nos hemos acostumbrado a “normalizar”, aunque sus signos se hacen sentir; y nos parece “normal”, porque nos hemos acostumbrado a respirar un aire cargado de falta de esperanza, aire de tristeza y de resignación, aire sofocante de pánico y aversión.
Tiempo para decir “no”
Cuaresma es el tiempo para decir “no”. No, a la asfixia del espíritu por la polución que provoca la indiferencia, la negligencia de pensar que la vida del otro no me pertenece, por lo que intento banalizar la vida especialmente la de aquellos que cargan en su carne el peso de tanta superficialidad.