Ser español, mayor de sesenta años, feligrés de una parroquia de Madrid, no padecer enfermedad contagiosa, y ser pobre de solemnidad, eran las circunstancias que debían concurrir en quienes solicitaban ser agraciados en el “Lavatorio y Comida de Jueves Santo”, que tenía lugar en el Palacio Real de Madrid, en tiempos del Rey Alfonso XIII.
Asistir al lavatorio era resultado de un sorteo que se celebraba el Domingo de Ramos.
El Sastre de Palacio estaba encargado de presentarlos el Jueves Santo limpios y vestidos con ropa nueva. A la una y media la comitiva real accedía al Salón de Columnas.
Ante el Cuerpo Diplomático reunido, los Ministros de la Corona, los Grandes de España y un amplio número de invitados, el rey, rodilla en tierra, lavaba a cada uno de aquellos menesterosos, besaba su pie derecho y lo secaba con una toalla.
Cada pobre estaba asistido por un Gentilhombre, Grande de España, vestido de gala, que era el encargado de ponerle la media y el zapato y acompañarlo al sitio que debía ocupar en la mesa para participar en la comida que tenía lugar a continuación.
Tras la bendición de la mesa por el Nuncio de Su Santidad los platos del menú van pasando de mano en mano, de los criados al jefe de cuarto y de éstos a los gentiles hombres y a los Grandes de España, hasta su majestad el Rey quien los sitúa delante de cada pobre.
Cuando termina el servicio, los cubiertos, vasos, el jarro de vino, el salero y los manteles se retiran con la misma ceremonia, y se colocan en 25 grandes cestos de mimbre, uno por comensal, que les son entregados para que los guarden de recuerdo o los vendan. Además, cada uno recibe una bolsita con 3 monedas de plata y comida.
La costumbre fue instituida por Fernando III el Santo, en 1242. Lo recoge Casanova con vivo realismo, en este monumental óleo, hoy deteriorado, con el que ganó la medalla de plata en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1887.