Se supone, que la civilización, en contraposición con la barbarie, atempera nuestros hábitos impetuosos, nos hace más pacíficos y fraternos con las opiniones de los demás, menos dogmáticos, más entrañables. A pesar de ello no nos solemos mostrar proclives a responder a la agresión con el cariño, al insulto con el abrazo. No nos gusta demasiado lo de poner la otra mejilla. Vivimos en una Sociedad en la que la agresividad se ha convertido en virtud.
La fría noche justificaba la estación invernal en la que estábamos. La niebla se había aposentado sobre el río y el viento helado sacudía, ásperamente, la soledad de la noche. No hacía demasiado tiempo que había dejado de llover y las calles aún permanecían mojadas. Los escasos viandantes que las recorrían lo hacían presurosamente. Sin detenerse en los detalles que las sombras ocultaban.
Hace tiempo que los días próximos a la Navidad se utilizan para realizar cenas y comidas en las que se despide el año en compañía de amigos y compañeros en una especie de homenaje a las aventuras y desventuras pasadas. Como si la cena constituyera un rito de punto y aparte en unas relaciones difíciles de calificar desde el sentimiento.
El hombre, en lo más granado de su edad, caminaba vigorosamente en busca de la estación del suburbano que une la capital con los pueblos de alrededor. Parecía desear alcanzar el calor de su hogar. Miró al reloj. Es increíble la manera en la trascurre el tiempo. Señalaba las cuatro y veinte de la mañana.
Lo extraordinario de las fechas había mantenido el servicio nocturno de transportes a pesar que escasamente faltaran tres horas para que comenzara a amanecer el cielo gris. La calima, cada vez más densa, creaba un espacio irreal a su alrededor. La luz de la farola parecía intentar filtrarse entre la espesura vaporosa que la rodeaba. Apenas faltaban doscientos metros para alcanzar la estación cuando dos figuras borrosas rompieron la barrera que formaba la bruma, tres metros antes de alcanzar el puente. Caminaban con dificultad. Parecían trastabillarse. Les resultaba complicado mantener el equilibrio.
- ¿Nos das fuego? – La voz sonaba gangosa. Con un deje raro.
- Lo siento. No fumo. – respondió el hombre un segundo antes que notara un violento e indefinible impacto en el estómago. A pesar de sus esfuerzos por permanecer erguido se inclinó hacia adelante. El que estaba frente a él le empujó. El segundo atracador debía haberse colocado a su espalda para hacerle caer. Sintió que se desplomaba. Por unas décimas de segundo acarició el árbol y vio a su niña, inquieta, resistiéndose a las órdenes de su madre. Sintió que su universo se desmoronaba en su mente. Entre sombras vio una negra masa que se le aproximaba a gran velocidad. Percibió un duro golpe en la sien. Algo se había roto en su interior. Después nada. El silencio se hizo y su alrededor se cubrió de tinieblas. Debía ser el tránsito definitivo.
Debemos recuperar el valor de la vida. Su valor individual, el que le pertenece a su dueño y su valor social y colectivo, que forma parte del acervo del lugar del que formamos parte.
Una persona es un conjunto de valores, pensamientos y sentimientos que ayudan a que la existencia de quienes le rodean sea diferente y mejor. Hay historias que tienen un valor superior al de todas las palabras que sobre el tema puedan escribirse. Uno de los últimos días del pasado año, 2017, reví una película que hacía más de cuarenta años no había tenido ocasión de contemplar:” ¡Qué bello es vivir!”. Es un filme de sencilla estructura, localizado en los alrededores de la Crisis de 1927, en EEUU. Una buena persona que se halla en una situación límite, repasa, con su ángel de la guarda, su pasada historia. Gracias a ello se da cuenta de que su, aparente vida gris, ha ayudado activamente a la mejora de la vida de sus conciudadanos. Su pequeña colaboración ha hecho su vida más feliz.
No creo que estemos atravesando una época especialmente violenta, si bien, es posible que la acentuación de las desigualdades genere desesperación en determinados agentes sociales. Tampoco me parece que sea sencillo erradicar esa violencia ciega y desmedida que lleva a algunos a hacerse con bienes de sus conciudadanos para venderlos por ridículas cantidades de dinero. Suelen ser individuos muy jóvenes, gentes que han abandonado el Sistema despreciando sus costumbres. Vidas desesperadas que buscan afanosamente el camino de la Nada.
En mi opinión, debiéramos recuperar algunos de nuestros valores tradicionales y hacerlo sin complejos. La Existencia es el más sagrado bien del ser humano y como tal debe ser protegido.