Entre los autores más antiguos del Medievo y que se encuadran aún en la Patrística, quizá haya que destacar a San Isidoro de Sevilla (560-636), entre otras cosas por su gran influencia, tanto en la Hispania visigótica como en los siglos siguientes en España y en toda Europa. Dedicó amplios capítulos de las Sentencias (III, 52 y 57) a atacar las injusticias de jueces y poderosos, sostuvo el principio de la igualdad de todos los hombres ante Dios en la libertad (omnium una libertas, Etimologías, V, 4, 1) y afirmó que la existencia de la esclavitud era una consecuencia del pecado, aunque a la vez admitía que se trataba de una institución económica entonces difícil de eliminar del todo. Al igual que San Martín de Braga y otros pastores de la España romano-germánica, recomendó la limosna. Incluso advirtió a los sacerdotes el deber de defender los derechos de los pobres frente a los abusos de los poderosos, llegando a sancionar a éstos con la excomunión si se hiciera necesario, e intercedió en varias ocasiones ante los reyes.
Los concilios celebrados en el Imperio carolingio y otros posteriores señalaron en bastantes cánones los deberes de los reyes hacia el reino y sus súbditos, las obligaciones sociales de los poderosos y el respeto que merecían los menesterosos. Es significativo, por ejemplo, el resumen del programa que se marcó a la realeza en el concilio de París de 829, reproducido en algunos como el de Maguncia de 888 y el de Trosly de 909: “La tarea del rey consiste en gobernar y regir el pueblo de Dios con equidad y justicia y velar para que haya paz y concordia. El rey debe ser ante todo el defensor de las iglesias y de los servidores de Dios, de las viudas, de los huérfanos, de los demás pobres y de todos los indigentes. […] Es preciso que él, juez de jueces, haga venir a sí la causa de los pobres y se informe diligentemente, a fin de que aquellos que han sido colocados junto al pueblo no permitan que, por injusticia o por negligencia, los pobres sufran bajo los opresores”.
Proyectos de mejora del orden feudal
Las comunidades monásticas influyeron en las relaciones económico-sociales y en el trato dado a los siervos y protegieron en ocasiones a los sencillos frente a los abusos de algunos nobles, animando a éstos a tratar con justicia y humanidad a aquéllos, todo lo cual trajo a veces problemas a los monjes. Los primeros cluniacenses, en el siglo X, condenaron fuertemente el orgullo de la aristocracia laica y su opresión sobre los pobres. San Odón de Cluny, hacia el año 950, criticó a los malos nobles que abusaban de su poder en lugar de ponerlo al servicio del bien común, y por contra exaltaba a San Geraldo de Aurillac como modelo de buen noble cristiano. También San Bernardo de Claraval (1090-1153), el gran impulsor de la Orden del Císter, señaló en varias cartas los deberes de los reyes y de los señores para con sus súbditos, especialmente los débiles, y tuvo como modelos de buenos, justos y caritativos gobernantes al conde Teobaldo de Champaña y a la reina Melisenda de Jerusalén. Todo esto no significaba una crítica al orden feudal, pues no se concebía entonces otro distinto, pero sí se buscaba su plena cristianización y, con ello, la depuración de sus defectos, eliminando los abusos de ciertos señores (tanto laicos como eclesiásticos) y logrando que los miembros de cada grupo, orden o estamento cumplieran correctamente sus funciones en beneficio de la paz general y del bien de todos.
De la Iglesia nacieron además iniciativas para detener la conflictividad interna del orden feudal, siendo una de ellas el esfuerzo por cristianizar la caballería, la milicia de la época, dándole unos ideales religiosos, de fidelidad al monarca y de auxilio a los necesitados, a las mujeres, a los niños, etc., y orientando su fuerza contra el verdadero peligro que, como hoy en gran medida, amenazaba la libertad y la misma vida de la civilización occidental: el Islam. Muy notorias fueron dos instituciones creadas por destacados monjes y otros eclesiásticos (especialmente los abades de Cluny, San Odilón, San Hugo y Pedro el Venerable, y también el obispo San Ivo de Chartres), sobre todo desde finales del siglo X: la “tregua de Dios” y la “paz de Dios”. Diversos concilios del sur de Francia adoptaron estas medidas, estableciendo unos períodos de guarda obligatoria de la paz en los territorios y de respeto a las personas no combatientes. Surgieron especialmente a partir del concilio de Charroux (989) y del de Le Puy (990) y pronto se difundieron estas instituciones.