Al bautizarlo le impusieron el nombre de Bruno. Estaba emparentado con los emperadores alemanes. De muy niño frecuentó la escuela episcopal de Toul llamando la atención a maestros y compañeros por su ingenio y bondad nada comunes.
Como sacerdote destacó por sus virtudes hasta el punto de ser conocido como «el buen Bruno», capellán de su primo el emperador Conrado II.
Llamado al lado del Obispo Hermann de Toul trabajó con todas sus fuerzas por la reforma de las costumbres especialmente entre los clérigos. Se entregó a la vez a cuidar de los más pobres y necesitados. Tanto progresó en la virtud en cuantas empresas ponía la mano, que era conocido por todos como "el buen Bruno".
Muerto el obispo Hermann fue elegido por el pueblo y por el clero para sucederle como obispo de Toul. Se entregó de lleno a la misión y no se arredraba ante dificultad alguna. Fue con el ejemplo de su vida, sobre todo, el arma con que más trabajó para atajar tanto mal como se había ido introduciendo entre el clero. Era intransigente con los abusos y, sobre todo, era duro consigo mismo no permitiéndose a sí ni a los suyos obra alguna que pudiera escandalizar. Eligió como norma de su vida aquel dicho: "Vencer el mal por medio del bien". Se dio cuenta clara de que el futuro de la Iglesia estaba en la reforma de las grandes Ordenes religiosas y que una vez reformadas éstas, no sería tarea difícil reformar al resto. Era muy grande el influjo que ellas ejercían entre el clero y el pueblo llano sin olvidar hasta los mismos príncipes. Muy activo y enérgico, peregrinó por media Europa para corregir vigorosamente los peores abusos (sobre todo la simonía y el concubinato de los clérigos), defendiendo la supremacía pontificia, impulsando la reforma de Cluny, sentando las bases de lo que será el derecho canónico, oponiéndose a herejías y llamando a su lado como canciller al gran Hildebrando.
Los Papas Clemente II y Dámaso II apenas pudieron hacer nada con la reforma que quisieron introducir porque sus pontificados fueron efímeros. Los reyes en esta época tenían un influjo casi totalitario en la designación de los Papas. Así Enrique III el Negro en diciembre de 1048 convocó la Dieta de Worms y propuso a Bruno de Toul como candidato a sucesor de la silla de San Pedro y fue gustosamente aceptado por todos. A pesar de su resistencia hubo de aceptar porque veía ser la voluntad de Dios.
Desde un principio se puso en contacto con los hombres más prestigiosos y santos de su época y los que eran más inclinados a cortar con los abusos que poco a poco se habían ido introduciendo en la Iglesia. Este fue su gran acierto, ya que ayudado de ellos, y formando a otros como sucesores suyos, pudo la Iglesia encontrar su verdadero rostro afeado especialmente durante las últimas décadas. Estos fueron los principales: San Hugo de Cluny, el arzobispo Halinard de Lyon, San Pedro Damián y sobre todo el futuro Papa Gregorio VII, el gran Hildebrando.
León IX hizo comprender a todo el mundo que el Papa era quien gobernaba y no sólo presidía. Dictó leyes muy importantes y las hizo cumplir, especialmente a los príncipes y clérigos, sobre estos dos puntos que tanta necesidad tenían de una tajante reforma.
Una trayectoria ejemplar de padre que defiende la pureza de la fe y de las costumbres, y la independencia de la Iglesia, interviniendo en la política mundial para poner paz con un talante de bondad evangélica que desarmaba a sus mismos enemigos.
En este misterioso nudo de lo humano y lo trascendente que es siempre la Iglesia y su cabeza visible parece como si desde nuestra perspectiva los esfuerzos más admirables y los éxitos clamorosos tuviesen que estar siempre empañados por la imprudencia, el fracaso y el error, como si todo gobierno, incluso el de los sucesores de Pedro, llevara un estigma de grave imperfección.
Tan santo pontífice, con grandes dotes para serlo, vio iniciarse la polémica con el patriarca de Constantinopla que conduciría después de su muerte al cisma de Oriente, y su desafortunada guerra defensiva contra los normandos en el sur de Italia concluyó con una derrota y con el cautiverio del propio León.
Murió el 1054 y fue muy llorado por los romanos por su gran bondad.