Usted está aquí

Silencio humano, no divino

Escritor

Los niños, adolescentes y jóvenes, futuros protagonistas del devenir del planeta, nos olvidamos poco a poco, sin interrupción, de cuán importante es pararse para mirar y mirarse a uno mismo.

Resulta evidente que para comunicarnos son necesarias las palabras. Bueno, o casi, porque incluso las personas mudas han encontrado maneras legítimas y eficaces de hacerse entender. Pero el hecho es que la palabra sí es la base de la comunicación y el hilo, en fin, que vertebra las diferentes culturas que existen a lo largo y ancho de nuestro planeta.

Desde la antigua Grecia, cuando los sofistas pretendían embaucar a los ciudadanos de a pie y Sócrates los combatía mediante la razón, el poder del discurso ha convencido a las masas. Las letras, y de modo paulatino los libros, fueron cimentando las bases del llamado Occidente. No podemos explicar el mundo actual sin un saber científico transmitido a través de páginas.

Lo que da que pensar, sin embargo, es cómo en el mundo oriental, tan rico y profundo y respetable como el nuestro –si no más-, la concepción de la realidad deja un amplio espacio al silencio. Reservar unos minutos del día para la oración es cosa común allí. Si algo se puede decir sin hablar, con una simple mirada o un sencillo gesto de complicidad, mejor que mejor.

¿Qué nos lleva a evitar el silencio? Basta subirse a un metro, a un autobús o a un tren cualquiera para comprobar que la contemplación, el ensimismamiento, ese sano tiempo dedicado a las cavilaciones, brillan por su ausencia. Conforme pasan los días, estamos cada vez más condicionados por el estrés, la agitación, la prisa y el ruido. Un ejercicio físico tan noble como el ascenso de una montañas, o salir a correr sin música, parecen propósitos casi utópicos hoy en día. Le hemos declarado la guerra al silencio y a la meditación, como si estar callados fuera algo reprobable.

Recordemos, además, que el silencio verdadero no existe, porque incluso en la soledad física más absoluta siempre podremos entablar una conversación íntima con Dios. ¿Estamos abandonados en el universo? ¿Será, acaso, que aparecimos por arte de magia en esta galaxia, sin propósito ni sentido, y que únicamente debemos procurar buscar una felicidad egoísta, vivir sin lastimar a nadie? Juan Pablo respondió en 2002: “Nosotros podemos (…) estar seguros de que el Señor no nos abandona para siempre, sino que después de toda prueba purificadora, vuelve «a iluminar su rostro sobre nosotros y a sernos propicio» y a «concedernos la paz». Frente a esta soledad existencial se descubre que el silencio de Dios en el Antiguo Testamento estaba provocado por el rechazo del hombre. En su oración, el profeta Jeremías le pidió a Dios que se «acuerde» de su pueblo y de la «alianza» de fidelidad y amor. Nosotros estamos seguros de que Dios no nos abandona sino que, a través de cada prueba purificadora, hace brillar su rostro sobre nosotros”.

En las horas más oscuras, así, pese al ruido exterior o al silencio interior, siempre podremos acudir a Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo.