Estuvo enrolado en el ejército de Napoleón durante un tiempo, pero luego consiguió desertar e ingresó al seminario. Pocos años después, ya como presbítero (le costó un mundo aprobar algunas materias, sobre todo el latín), fue nombrado canónigo de un pueblo diminuto –se calcula que tenía unos 200 habitantes-, remoto y absolutamente desconocido. Allí, poco a poco, a base de una oración constante y una capacidad para el sufrimiento difícil de imaginar, causó mella en los corazones de quienes se le acercaban.
Por supuesto, lo más reconocido del santo de Ars son las confesiones: pasó quince años confesando con una extraordinaria fortaleza, humildad y sabiduría a los penitentes que acudían a su parroquia. Pasaba entre dieciséis y dieciocho horas diarias guiando a las almas, a pesar de que en numerosas ocasiones experimentaba profundas crisis interiores, porque se consideraba a sí mismo incapaz de ejercer su ministerio.
Traigo este santo a colación a fin de que su figura, o mejor dicho, su mensaje y su ejemplo, nos permitan reflexionar a fondo sobre la confesión, un sacramento a menudo minusvalorado por muchos de nosotros, creyentes o no. Hoy en día estamos tan familiarizados con el relativismo imperante, con la doctrina del “cualquier cosa está permitida siempre y cuando no afecte a la persona de al lado”, que hemos perdido la noción del pecado. De la culpa. Parece que obrar mal casi no importa.
Decía el cura de Ars, por ejemplo: “El que vive en el pecado toma las costumbres y formas de las bestias. La bestia, que no tiene capacidad de razonar, sólo conoce sus apetitos; del mismo modo el hombre que se vuelve semejante a las bestias pierde la razón y se deja conducir por los movimientos de su cuerpo. Un cristiano, creado a imagen de Dios, redimido por la sangre de Dios... ¡Un cristiano, objeto de las complacencias de las tres Personas Divinas! Un cristiano cuyo cuerpo es templo del Espíritu Santo: ¡he aquí lo que el pecado deshonra! El pecado es el verdugo de Dios y el asesino del alma...”.
Resulta necesario volver la mirada sobre nuestras acciones y reconocer lo que hemos hecho mal, a propósito, sin excusas, conscientes de que Dios perdona, sí, pero también es Justo y sabrá premiar a los protagonistas de buenas acciones y a los culpables de las malas. Tras ese ejercicio interior, nos será más sencillo y lógico dedicar preparación y tiempo a la confesión, cultivando la fe (que nos revela a Dios detrás del sacerdote), la esperanza (al confiar que Dios nos otorgará el don del perdón) y la caridad (el dolor por haberle despreciado y ofendido).
Dejó escrito San Gregorio Magno en sus homilías que “como Dios permite el arrepentimiento después de cometidos los pecados, si el hombre llegase a saber el tiempo en que había de salir de este mundo, podía invertir parte del tiempo en la voluptuosidad, y lo restante en hacer penitencia; pero el que ha prometido el perdón al que se arrepienta, no ha prometido al pecador el día de mañana. Debemos temer en todo tiempo el último día, cuya llegada no podemos prever”. Y continúa: “Todas las cosas de este mundo, por grandes que parezcan, son pequeñas en comparación con la retribución eterna”.