Básicamente, en el mencionado texto se explicaba que el cerebro de la persona con nomofobia actuará de la misma forma que el de un adicto a las drogas o al alcohol, activando los circuitos cerebrales y liberando la misma sustancia que provoca la necesidad de volver a consumir en los casos de adicción a sustancias. Eso explicaría el hecho que las terapias por adicción al móvil hayan crecido un 300% al año en la última década.
En otras palabras: el fenómeno del teléfono móvil y las tablets genera un estado constante –y más o menos expreso- de ansiedad. El Papa Francisco manifestó también recientemente su preocupación: “¡Liberaos de la dependencia del móvil! ¡Por favor! (…) Los teléfonos móviles son una droga, pero son un gran progreso, y de gran ayuda, y hay que usarlos, pero recordando que si uno se convierte en esclavo del teléfono pierde su libertad (…). La vida es comunicar y no sólo simples contactos”.
Este panorama de nuevas tecnologías y comunicación nos lleva a pensar en otra realidad: la de la autoestima. Porque el afán por mirar qué hace el prójimo, y cómo lo hace, queda ejemplificado con los manidos “selfies”, que alimentan el culto al yo y a la imagen que nos obsesionamos por proyectar hacia fuera. La presencia o ausencia de un compañero en la foto no importa. O no importa tanto, puesto que lo decisivo es si se nos ve bien, guapos, sonrientes, meditabundos, interesantes o especiales.
El ensimismamiento, además, impide pensar mucho sobre el futuro. Parece que todo se limita al presente y a lo inmediato. Se dejan de poner las cosas en perspectiva. Pues bien, se me ocurre que ahora que comenzamos noviembre, el mes que la Iglesia quiere tradicionalmente dedicar a los difuntos, podemos volver más la mirada sobre una realidad tan inevitable, contundente y algo abrumadora como la muerte. ¿Somos conscientes de que sin nada vinimos al mundo y sin nada nos iremos de él? Mejor dicho, nos iremos cargados con las buenas o las malas obras que hayamos llevado a cabo. Por mucho que nos resistamos, estaremos obligados a abandonar todo lo demás -dinero, fama, placer-, y a reconocer si en nuestro camino terrenal amamos a nuestros amigos y enemigos, si aceptamos a Dios en nuestro corazón, si tuvimos el valor y la humildad de rectificar cuantas veces fue preciso.