Dándole vueltas al mandato evangélico de amar al prójimo como a uno mismo, me preguntaba si soy paciente conmigo misma, cuando me equivoco, por ejemplo, cuando tengo que tomar una decisión, cuando me olvido de algo, cuando llego tarde a algún lado. ¿Soy compasiva conmigo misma? ¿Cómo hago para perdonar si no me perdono nada? ¿Le doy valor a mis opiniones?
¡Uf! Me pongo de mal humor cuando no tengo la casa ordenada, cuando mis hijos llegan a un lugar y veo que no están bien peinados o no les he cortado las uñas… y no me muestro contenta, más bien agobiada. Y lo peor es que siempre encuentro un culpable. ¿Cómo hago para disfrutar de una visita inesperada o de una salida improvisada?
Me he propuesto empezar a ser más flexible y eso me va a hacer más amable con los demás y aquí es donde entiendo que para eso tengo primero que ser más condescendiente
conmigo. Y ahora me atrevo a enunciar el consejo evangélico de forma invertida: “así como amo a los demás, necesito amarme a mí misma…”
Solo si te valoras completamente con tus defectos y virtudes podrás valorar a los demás porque al fin y al cabo no estamos aquí para juzgar, ni juzgarnos, si no más bien amar y amarnos, respetar y respetarnos, servir a los demás. Y así como nos sentimos bien cuando ayudamos a los demás, dejar que otros hagan lo mismo con nosotros.
La maternidad nos pone en un lugar donde tenemos la oportunidad de dar amor de esposa y madre por eso tenemos que cuidar mucho de nosotras mismas, pero no lo digo tanto por el aspecto exterior, aunque es nuestra carta de presentación, sino por dentro. La rutina nos puede llevar a olvidar nuestros dones y nuestras virtudes, pero están latiendo, tal vez dormidas. Despiértalas, abrázalas y cuídalas mucho.
Jesús nos enseñó a amar y dijo “como a ti mismo”
Es tan inherente a la mujer olvidarnos de nosotras en el camino de la maternidad para proteger la vida que viene, que es tan frágil y necesita de nosotras, que todo lo demás pasa a un segundo plano.
Disfrutamos del momento cuando nos llega, filmamos en la mente cada mirada, cada sonrisa, cada primera palabra, esos primeros pasos, porque, aunque parezca mentira, sabemos que en un plis-plas esos niños volaran muy alto en nada.
Y ahí estará esperando tu ser para volver a las fuentes de tu yo, al soltar lentamente esas manitas que no han dejado las tuyas libres por años.
Muchas veces me he dicho, con cierta desesperación: ¡no consigo hacer nada! Pero luego reflexiono y me calmo. Me doy cuenta que estoy invirtiendo en su adolescencia,
en construirles una base firme.
Creo que la fórmula que nos puede conducir al éxito y es “estar + estar + estar”. Estar con calidad. Con miradas cómplices, con tiempo compartido, con atención ante el peligro, con dialogo, comidas diarias, etc…
Ese estar los primeros años nos va a recompensar después, porque tendremos confianza en ellos, cuando ya no podamos estar las 24 horas del día a su lado.
Nunca te vas a arrepentir de las horas que estuviste demasiado tiempo con ellos no “haciendo nada”. Tal vez sí te arrepientas de las que estuviste ausente.
En este camino estoy empezando a protegerme e ir paso a paso. Estoy aprendiendo a suspender o postergar cosas que ponía en mi lista mental o compromisos que asumía que la realidad de mis tiempos. Y me estoy sintiendo mejor con eso.
A algunos les hace falta amar como a un mismo y a otros amarse como ama a los demás.