Los autores bíblicos jamás vieron una película, ni viajaron en avión, ni invirtieron en bolsa, ni enviaron whatsapps o subieron un vídeo a tik tok. Entonces, ¿es posible que aquello que escribieron tenga hoy alguna repercusión? Ante esta cuestión tenemos que reconocer que la Biblia sigue siendo actualmente relevante, tanto para creyentes como para no creyentes, dado que se trata de un texto siempre inspirado y siempre inspirador.
El no creyente puede encontrar en ella una magnífica obra literaria que cabe ser abordada desde muchas perspectivas: filológica, histórica, psicológica, ética, teológica, etc. De ahí que encuentre en las páginas bíblicas un texto siempre inspirador. Por su parte, el creyente, no solo admira la belleza artística de esta obra, sino que al considerarla palabra inspirada encuentra en ella un mensaje siempre actual. El autor de la Carta a los Hebreos escribía: “La Palabra de Dios es siempre viva y activa” (4,12).
Frente al resto de la literatura cuya naturaleza es pasiva, el mensaje bíblico está vivo y es activo. Penetra en el corazón del creyente, evalúa sus actitudes y palabras, e incluso puede alterar el curso de su vida. De hecho, la Biblia ha cambiado la vida de millones de personas en cada nación, de todos los colores, razas e idiomas. Para subrayar esta enseñanza, el Concilio Vaticano II no quiso definir a la Sagrada Escritura como “Palabra de Dios” sino como “el hablar de Dios” (DV 9).
Aunque en otros números la constitución dogmática se refiere a la Biblia como verbum Dei, a la hora de definirla evita esta expresión.
Así pone en énfasis que la Palabra de Dios no es un libro, no es letra muerta que solo cobra cierta vida cuando se desempolva para leerla, sino que es una persona, Dios mismo
hablando a la humanidad a través de los libros bíblicos. Por ello no consideramos al cristianismo como una “religión del Libro”; sería más bien la “religión de la Palabra de Dios”, no de un verbo escrito y mudo, sino de un Verbo encarnado y vivo. Seguramente te hayas fijado en alguna ocasión en un gesto que tiene lugar dentro de la liturgia. Cuando el sacerdote o diácono termina de proclamar el Evangelio, no debe mostrar el evangeliario a los fieles y decir “Palabra del Señor”, sino que simplemente debe mirar a la asamblea y
pronunciar esta expresión, porque la Palabra de Dios no es el libro, sino lo que se ha proclamado.
La Biblia es el libro más vendido, traducido, leído, comentado. Es el bestseller absoluto. Cada vez que leemos la Biblia descubrimos que su mensaje se hace actualidad en el tiempo y en el espacio. Fue actualidad ayer, lo es hoy y lo será mañana, y lo es irrumpiendo en cada pueblo o región del mundo, inculturizándose, incardinándose, inmiscuyéndose, incorporándose a cada realidad.
El filósofo Zygmunt Bauman se refería a nuestro tiempo como la “modernidad líquida”, donde todo está en constante cambio, fluyendo; nada es sólido, todo es flexible. En un contexto así llama la atención que la Biblia sigue siendo la misma. En este sentido parecen
cumplirse las palabras del profeta Isaías: “La hierba se seca y las flores caen, pero la palabra de nuestro Dios permanece para siempre” (Is 40,8). Desde esta perspectiva cabría preguntarse ¿acaso la verdad puede alterarse?