En otra ocasión anunció: “Después de mi muerte dejaré caer una lluvia de rosas”. Durante su enfermedad sentía una voz interior que le decía: “mientras estés encadenada,
no podrás cumplir tu misión; pero después, cuando hayas muerto, será tu tiempo de conquistas.”
* * *
Los acontecimientos confirmaron estas profecías. La Santa murió, y su figura radiante cautivó inmediatamente los corazones, haciendo caer del Cielo una maravillosa lluvia de rosas. Por todas partes se sucedían sin cesar los milagros atribuidos a su intercesión. Rara vez se encuentra una avalancha similar de milagros en la historia de los santos. Su reputación traspasó enseguida las fronteras de Francia y cuando el 17 de mayo de 1925 Pío XI la elevó al honor de los altares, el mundo católico se estremeció de alegría.
Favores temporales
Primero se produjeron los favores temporales. Teresa se ocupa activamente con sus devotos: cura sus enfermedades cuando los médicos han perdido toda esperanza. Lleva a buen término los asuntos más complicados, realizando prodigios inauditos: en favor de un Carmelo en aflicción, multiplica los billetes de banco en un sobre cerrado.
Durante las guerras, muestra su poderosa protección: a unos les salva de graves peligros; a otros, contra toda expectativa, obtiene el precioso socorro de los sacramentos.
Pero, sobre todo, concede favores espirituales. ¡Cuántas conversiones impresionantes obtuvieron sus oraciones! Parece como si Nuestro Señor nada negara a quien tanto lo amó mientras estuvo en la tierra. Unos protestantes, leyendo la historia de su vida, se sienten conmovidos y una fuerza misteriosa y dulce abre sus ojos y les conduce a la verdad.
En los países de misión, los paganos al ver simplemente unas estampas impresas se sienten impulsados a abrazar la Fe. Teresa no se olvidó de los católicos: logró conducirlos a la práctica de sus deberes religiosos hace tiempo olvidados, sacude su letargo y transforma su lamentable tibieza en ferviente caridad. A todos da la paz, esa paz inefable que desborda todos los sentimientos. En vida, ella maravillaba a sus compañeras con el encanto de su sonrisa, ahora nos envía su sonrisa desde el Cielo. En más de una ocasión apareció rodeada de una luz plateada y dejó que se escuchara el sonido de su voz. Con mayor frecuencia aún, sin mostrar su gloria, hacía sentir su presencia por medio de perfumes desconocidos en la tierra, en los que se entremezclaban las fragancias de rosas e incienso.
Estas manifestaciones prodigiosas –bien corroboradas– continuaron verificándose con mucha frecuencia. Quizás el aspecto más sorprendente de los milagros de nuestra Santa, que demuestra su origen sobrenatural, sea su carácter claramente apostólico.
Amor y confianza
¿Por qué se complacería Nuestro Señor en realizar tantos prodigios por intercesión de su joven sierva? Por naturaleza, un milagro es una señal. Manifiesta la intervención celestial de manera inequívoca. Es por milagros que Dios da crédito a los extraordinarios misioneros que envía a los hombres. Cuando quiere sancionar su doctrina, la reconoce con la firma fulgurante de un milagro. A los malvados fariseos, que negaban obstinadamente su carácter mesiánico, Nuestro Señor replicó con sus milagros: “Las mismas obras que yo hago dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado”
Ahora bien, la doctrina de nuestra Santa es muy precisa. Durante su vida, la explicó a las novicias, adornándola con los colores refrescantes de su graciosa imaginación.
Ahora, desde el Cielo, nos invita a seguir la “pequeña vía” que la condujo a la gloria. Esta doctrina se resume en dos palabras: amor y confianza.
Fuimos hechos para amar: este es nuestro fin, el fin para el que fuimos creados. Actuar sólo por amor es conquistar el Cielo a paso ligero y por un camino más corto. Este camino no tiene nada de penoso; no hay nada más fácil, nada más delicioso que amar. Cristo, en
quien reside la plenitud de la Divinidad, posee todos los atractivos victoriosos de sus adorables atributos y de su santa humanidad. Dejémonos conquistar por sus infinitos encantos. Entreguemos nuestra voluntad enteramente a Él y sin reservas. Abrámosle de par en par las puertas de nuestro corazón. Él lo inundará de gracias y lo formará con sus manos divinas. Busquemos agradarle en todo. “Es necesario –decía Teresa– conquistar a Jesús con caricias y arrojar a sus pies las flores de los pequeños sacrificios”.
En una palabra, olvidarnos de nosotros mismos, pensar sólo en Él, actuar sólo para Él, perdernos en Él. Y hacerlo con amor, confianza. El divino Maestro es adorablemente bueno. Su ternura desea solo lo mejor para nosotros.
¿Qué podrá perturbarnos?
¿El futuro? Es preparado por su amor infinito. Abandonémonos ciegamente en sus brazos, como un niño en los brazos de su padre.
¿El pasado? Nuestras imperfecciones, incluso nuestras faltas, no lo apartan de nosotros, con tal que nos arrepintamos sinceramente de
haberlo ofendido y reconozcamos que nada podemos hacer sin él.
¿El presente? A veces conlleva contradicciones, penas y angustia. Pero estas pruebas son las muestras regias del Amor infinito. Sepamos recibirlas con una sonrisa en los labios. Una confianza así nos abre los tesoros de la generosidad divina; seremos atendidos en la medida de nuestra esperanza.
Dios intervino y confirmó esta doctrina con innumerables milagros. Por lo tanto, sigamos sin temor la pequeña vía de Teresa. Esta vía es segura.
Nuestras vidas se tornarán hermosas, nuestros esfuerzos fecundos y la paz habitará en nosotros si nos entregamos completamente al amor misericordioso de Cristo.
Pidamos a Santa Teresita del Niño Jesús que derrame sobre nosotros su benéfica lluvia. Pidamos los favores temporales que más necesitamos, pero pidamos sobre todo las gracias sobrenaturales, las rosas del Amor divino.
Extraído del libro “Santa Teresita del Niño
Jesús”, del Padre R. Thomas de Saint-Laurent,
Avignon, 1928.