Don Luis Fernando tuvo el mérito de saber retirarse a un segundo plano hace escasos tres años, para dedicar más tiempo a hijos y nietos en Madrid. Cedía el testigo tras 15 años de incansable y desinteresada entrega.
Fue él quien acuñó el cariñoso título de la sección “Nuestros Amigos, los Difuntos”, tendiendo un puente de afecto permanente con los que ya partieron. Conservándolos a nuestro lado, con naturalidad, haciéndolos presentes en nuestra vida diaria.
Bajo su orientación, la revista estructuró sus secciones, aportándole actualidad. Dejó de ser bimensual y salieron algunos números en color. Aumentó el número de páginas y las centrales siempre a color. A pesar de las muchas dificultades económicas, mantuvo todos los puestos de trabajo, reorientando y promocionando su actividad laboral. Modernizó los sistemas informáticos y luchó con ahínco para ampliar el alcance de la revista y aumentar el número de suscriptores. Se preocupó de mantener el contacto con vosotros, suscriptores, a través de iniciativas como el otorgamiento de la tarjeta de miembro, o en ocasiones un diploma. Creó el calendario anual de EL PAN DE LOS POBRES, haciéndolo destacar entre los dedicados a San Antonio.
Se ocupó de que las limosnas fueran correctamente distribuidas y no hizo oídos sordos a los numerosos pedidos de ayuda que se recibieron y de los que se ha dado cuenta de algunos con detalle en la sección “La buena acción”.
Impulsó las peregrinaciones a Padua para depositar personalmente vuestras peticiones a los pies de San Antonio. También le vimos en Lisboa, y Fátima, al frente de los peregrinos. Y en 2016 alcanzó un sueño difícil de imaginar: traer las reliquias de San Antonio a España. Fueron quince días apoteósicos recorriendo varias regiones entre Bilbao y Madrid. Transformó lo que era simplemente una revista en una Obra y dejó una huella que no se puede borrar, como dice la canción.
Me permito evocar aquí algunos recuerdos personales, más recientes. Durante estos últimos tres años, nos reuníamos los miércoles, en Madrid, a tomar el aperitivo en el Paseo del Prado, y conversar de todo un poco. A la amena tertulia, creada por él, asistían otros colaboradores de la revista. Hace escasos quince días habíamos quedado en oír misa juntos y después tomar nuestro acostumbrado vermouth. Pero me llamó poco antes para decirme que mejor fuera directamente a su casa. Le llevarían la comunión por la tarde. Sabía lo que tenía, nada bueno. Recibía tratamiento desde hace un par de meses y aunque sus fuerzas mermaban día a día, mantenía un ánimo encomiable. Nunca le vi quejarse de nada. En la quietud de su salón, sentado en el sofá, tan digno como siempre, con una chaqueta de punto azul marino y corbata, me recibió afablemente. Conversamos por espacio de una hora… fue mi despedida.
Algo se muere en mi alma… Se nos ha ido un buen amigo y un verdadero caballero. Pero, ¡qué digo!, lo tenemos ahí cerca, junto a nuestros amigos los difuntos, por los que rezamos todos los días.
Felipe Barandiarán Porta