Algunos han dicho que los recuerdos son el paraíso del que nadie puede expulsarnos. Esto no es del todo cierto, pues si los hombres no pueden quitarnos la memoria, sí lo hace nuestro propio cuerpo; ya que a partir de cierta edad perecen cada día cien mil neuronas, que ya no serán remplazadas.
Además las arterias cerebrales se endurecen y se reduce el riego sanguíneo del cerebro. Ley de vida: nacer, crecer y morir.
El privilegio de tener memoria nos permite, entre otras cosas importantes, no olvidar los beneficios recibidos. Poder almacenar en el cerebro lo que interesa aprender y retener con un propósito utilitario significa gozar de un bien del que se pueden obtener ganancias seguras. Pues la memoria interviene en todas nuestras actividades. Vemos desde la memoria, escuchamos desde la memoria, actuamos desde la memoria. Así que definir el ser humano como una “memoria inteligente” sería tal vez exagerado, pero no falso.
Cierto es que sabemos cuánto recordamos, ya que esta facultad del alma (la memoria) conserva y renueva lo que ha conocido por cualquier modo. Y esto es importante y facilita el trabajo, la actividad que vayamos a hacer.
Dicen que no existe un olvido total de las cosas que hemos vivido, oído, aprendido; las huellas una vez impresas en el alma son indestructibles. Es asombrosa la cantidad de recuerdos que se graban en la memoria sobre cosas que, en su momento pasaron inadvertidas. La fascinante y milagrosa memoria debemos emplearla para hacer el bien que podamos al prójimo, antes de que la vayamos perdiendo por la edad, o por grave enfermedad.