Sin embargo, a estas personas el Señor les hace un discurso poco atractivo y muy exigente: el que no lo ama más que a sus seres queridos, el que no carga con su cruz, el que no renuncia a todo lo que posee no puede ser su discípulo (cf. vv. 26-27.33). ¿Por qué
Jesús dirige esas palabras a la multitud? ¿Cuál es el significado de sus advertencias? Intentemos responder a estas preguntas.
En primer lugar, vemos una muchedumbre numerosa, mucha gente que sigue a Jesús. Podemos imaginar que muchos habían quedado fascinados por sus palabras y asombrados por los gestos que realizó; y, por tanto, habían visto en Él una esperanza para su futuro. ¿Qué habría hecho cualquier maestro de aquella época, o —podemos preguntarnos incluso— qué habría hecho un líder astuto al ver que sus palabras y su carisma atraían a las multitudes y aumentaban su popularidad? Sucede también hoy, especialmente en los
momentos de crisis personal y social, cuando estamos más expuestos a sentimientos de rabia o tenemos miedo por algo que amenaza nuestro futuro, nos volvemos más vulnerables; y, así, dejándonos llevar por las emociones, nos ponemos en las manos de quien con destreza y astucia sabe manejar esa situación, aprovechando los miedos de la sociedad y prometiéndonos ser el “salvador” que resolverá los problemas, mientras en realidad lo que quiere es que su aceptación y su poder aumenten, su imagen, su capacidad
de tener las cosas bajo control.
El Evangelio nos dice que Jesús no actúa de ese modo. (...) Él no instrumentaliza nuestras necesidades, no usa nunca nuestras debilidades para engrandecerse a sí mismo. Él no quiere seducirnos con el engaño, no quiere distribuir alegrías baratas ni le interesan las mareas humanas. No profesa el culto a los números, no busca la aceptación, no es un idólatra del éxito personal. Al contrario, parece que le preocupa que la gente lo siga con euforia y entusiasmos fáciles.
De esta manera, en vez de dejarse atraer por el encanto de la popularidad —porque la popularidad encanta—, pide que cada uno discierna con atención las motivaciones que le llevan a seguirlo y las consecuencias que eso implica.
(...) El Señor pide otra actitud.
Seguirlo no significa entrar en una corte o participar en un desfile triunfal, y tampoco recibir un seguro de vida. Al contrario, significa cargar la cruz (cf. Lc 14,27). Es decir, tomar como Él las propias cargas y las cargas de los demás, hacer de la vida un don, no una posesión, gastarla imitando el amor generoso y misericordioso que Él tiene por nosotros. Se trata de decisiones que comprometen la totalidad de la existencia; por eso Jesús desea que el discípulo no anteponga nada a este amor, ni siquiera los afectos más entrañables y los bienes más grandes.
Pero para hacer esto es necesario mirarlo más a Él que a nosotros mismos, aprender a amar, obtener ese amor del Crucificado. (...) Jesús nos pide esto: vive el Evangelio y vivirás la vida, no a medias sino hasta el extremo. Vive el Evangelio, vive la vida, sin concesiones.
Hermanos, hermanas, el nuevo beato (Juan Pablo I) vivió de este modo: con la alegría del Evangelio, sin concesiones, amando hasta el extremo. Él encarnó la pobreza del discípulo,
que no implica sólo desprenderse de los bienes materiales, sino sobre todo vencer la tentación de poner el propio “yo” en el centro y buscar la propia gloria. Por el contrario, siguiendo el ejemplo de Jesús, fue un pastor apacible y humilde. Se consideraba a sí mismo como el polvo sobre el cual Dios se había dignado escribir.
Con su sonrisa, el Papa Luciani logró transmitir la bondad del Señor. Es hermosa una Iglesia con el rostro alegre, el rostro sereno, el rostro sonriente, una Iglesia que nunca cierra las puertas, que no endurece los corazones, que no se queja ni alberga resentimientos (...).
Roguemos a este padre y hermano nuestro, pidámosle que nos obtenga “la sonrisa del alma”, que es transparente, que no engaña: la sonrisa del alma. Supliquemos, con sus palabras, aquello que él mismo solía pedir: «Señor, tómame como soy, con mis defectos, con mis faltas, pero hazme como tú me deseas»
(Plaza de San Pedro de Roma,
Domingo, 4 de septiembre de 2022
Beatificación de Juan Pablo