Desde lo alto del acantilado, el sacerdote acaba de rezar un responsorio por aquellos que perecieron en el mar, y tiene por sepultura la inmensidad de sus aguas. Se retira ya hacia la aldea, en procesión, tras la cruz alzada y dos monaguillos. Viste ornamentos negros, propios para la liturgia de los difuntos, y va tocado con el bonete. El pueblo le sigue.
La ceremonia se repite todos los años en esta aldea de pescadores de la Bretaña. En nuestras costas, en Galicia por ejemplo, existe también esta piadosa costumbre: el día de difuntos, se llevan flores al mar. Se dejan rosas en los arrecifes, en los muelles y sobre todo en las playas durante la marea baja para que el mar las recoja y se las lleve… En sus mentes el recuerdo, y en sus labios la oración.
Con gesto trágico, una mujer, viuda, lanza su corona mortuoria desde lo alto. A su lado, la joven huérfana, conteniendo las lágrimas, se prepara también para depositar sobre las aguas, cerca de su padre, un ramillete de florecillas cogidad en el campo, como las que le ofrecía alegre tantas mañanas, cuando volvía de faenar.
En un primer plano, otra mujer, de más edad, tal vez la madre del desaparecido, reza recogida de rodillas. A la derecha, un poco más atrás, un pequeño huerfanito lleva también en sus manos un ramillete de flores, y nos mira sin entender del todo por qué su padre no ha vuelto del mar. Y aunque su madre, que le lleva de la mano, se lo ha explicado muchas veces, sigue sin comprenderlo bien. Su hermanita, se agarra a la saya de su madre en busca de protección.
La tragedia, presente en este lienzo, solamente tiene sentido si pensamos en la Vida eterna. Esa es la gran verdad. Nuestra existencia sobre la Tierra, como reza la Salve, no es más que un valle de lágrimas, un tiempo que pasa rápido y cuya finalidad es ganar el Paraíso, en donde esperamos volver a encontrarnos con nuestros seres queridos y allí, sí, vivir juntos para siempre.